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  • Hugo Vigray

El Santo de Guatambú


Hay en las páginas de “El santo de Guatambú”, un Paraguay asombroso. Un Paraguay que, aún pleno de fricciones políticas y persistentes nubarrones de guerra amenazando su destino, se caracterizaba por la abundancia; un pueblo alegre aunque sumiso, que había jurado la vida por su independencia, constituyendo un fenómeno aislado y singular no solo en la región sino en el mundo.

A través del soldado Inocencio Ayala, oriundo de Barrero Grande, de la región de la Cordillera –por entonces la más poblada y próspera del Paraguay–, el autor nos acerca aquel país inverosímil: Primitivo pero rico, tranquilo, pero pleno de intrépidos guerreros, gobernado por patriarcas autoritarios adorados por su gente, que los forasteros como Charles Mansfield no acababan de entender, definiéndolo como mezcla de lo odioso y lo admirable.

Desde su mismo nombre, Inocencio representa la candidez de una juventud que poco más de veinte años después de la muerte del dictador supremo, enfrentaba la tragedia emocional de la muerte del presidente que mantuviera la paz como principio de su gobierno, Don Carlos Antonio López, y la asunción a la primera magistratura de su hijo Francisco Solano, predispuesto a encarar con las armas lo que desde hace tiempo era una amenaza para el Paraguay, a pesar de los consejos de su padre.

Juan Bautista Rivarola Matto despliega a través de una narrativa deliciosa, escrita en buen castellano y con algunas chispas de sonoro guaraní, su enorme pasión por la historia. Y con la complicidad de una estupenda literatura, captura el modo de pensar de los patricios, el carácter de la gente de pueblo, la gallardía de los altos militares, la forma de ser de los campesinos. La manera de sentir y de mirar la vida por aquellos años, donde la discreción era un principio de sobrevivencia.

Así, mediante un diálogo entre los ilustrados Cirilo Rivarola y Fidel Maíz, imaginando el porvenir del Paraguay de entonces, sabremos la idea de futuro que tenían algunos jóvenes, cuando preguntan a Inocencio qué pensaba de todo aquello y él respondía:

-Yo voy a hacer lo que me manden. ¿O qué otra cosa debo hacer?

Rivarola Matto, desde el caudal de sus fuentes documentales, narra que la generalidad de los padres de familia encargaba su tesoro a las mujeres, con lo que ellas tenían un poder tan sólido como imponderable. O que algunos jueces, como el de Barrero Grande, en su informe periódico al mandatario decían que en largos periodos de tiempo “no hubo intruso, ni vago ni mal entretenido alguno, ni amancebados públicos sobre que tomar conocimiento y providencia, ni vecino enteramente pobre dado a todo género de vicios”.

Asistimos a las ancestrales costumbres de la gente en los velatorios, con plañideras que en su lamento iban narrando los recuerdos del difunto. A la algarabía con que en invierno las vecinas se juntaban para arrancar los frutos de naranjales desbordantes, para preparar conservas que, envasijadas, se enviaban a la capital desde donde se exportaban a las repúblicas de costa abajo y a Europa. Entonces los hombres -que habían cosechado los frutos de su chacra con anterioridad-, estaban de holganza y la disfrutaban enjaezando sus caballos con arreos chapeados con platería acumulada por generaciones, vestidos con sus mejores galas, con enormes y tintineantes espuelas, “para salir a chusquear por las estancias y pulperías donde se jugaban a las tabas, se apostaba a los gallos, se corrían las cuadreras y sortijas”.

Desde la perspectiva del narrador omnisciente de Juan Bautista, Inocencio, disputa el protagonismo de la historia junto a don Cirilo Rivarola y el sacerdote Fidel Maíz. Don Cirilo era un ilustrado varón de una familia a la que el gobierno mantenía aislada por considerar a sus instruidos miembros como alborotadores. El Padre Fidel Maíz, un controvertido hombre de la iglesia de ilustración incuestionable. Desde esas miradas transcurren las páginas de “El santo de guatambú”, recogiendo fragmentos de la vida de nombres gravitantes de la historia del Paraguay, retratando pueblos, campiñas y ciudades, con descripciones sobre las costumbres, su adoración a los santos a los que colmaban de ofrendas, adornaban con flores y alumbraban con velas.

Claro que también estaban los impermeables a las creencias religiosas o a las supercherías, como don Melitón Ayala, el padre de nuestro personaje, quien con algún dejo de gracia reprendía a su mujer cuando agradecía la abundancia de la mesa familiar a San Francisco:

-¿Por qué no das la gracias a tu pobre marido? Ahechase señor San Franciscope ojehevipe’aro okapivo kokuépe”! (Quisiera ver al señor san francisco con el trasero abierto carpiendo en las chacras).

Aún con esta forma de ser de don Melitón, no podía impedir que en el horno del patio resida el Pombero, aquel duende travieso y bonachón que si se enojaba hacía malograr el parto de las vacas, extraviaba las gallinas o cuajaba la leche.

Revela el autor que la historia le llegó por tradición familiar. Pero para desarrollarla, invirtió -es evidente- muchos años de investigación, al punto de construir una obra con gran cuidado, pieza a pieza, de una memoria ricamente documentada en los archivos de la Biblioteca Nacional y de otras fuentes importantes. De allí, la inclusión de citas textuales de publicaciones de la época.

A la manera de William Faulkner, Juan Bautista juega con los tiempos de un modo nada convencional, prescindiendo de incómodos rigores cronológicos, con saltos fundamentales para adentrarnos en detalles deliciosos de la gran historia que le tocó presenciar a Inocencio Ayala.

Así, lo ubicará en la era del fervor por el cultivo de la yerba –que financiaba la defensa nacional, las obras de progreso, la instrucción pública–; el tiempo en que quedaban pocos sacerdotes y ninguna monja en el Paraguay; lo ubica en la inauguración de la iglesia de Humaitá, en los aprestos militares ante el rumor de la llegada de una formidable flota norteamericana para vengar el cañonazo que el fuerte Itapiru disparó contra la cañonera Water Wich. Lo hizo presenciar, a las diez de la mañana de aquel 28 de diciembre de 1860, los actos oficiales de cuando atracaron en Humaitá la cañonera Tacuari y el vapor Río Blanco, con sus camaradas empavesados de gala, entre salvas de artillería. Y lo ubicó en aquella plaza alborotada por el colapso popular que representó la muerte de Don Carlos.

Inocencio fue protagonista de un diálogo con el naturalista sueco Eberhard Munck, quien le obsequiara un cortaplumas, por haberle enseñado el guaraní de los pájaros. Con aquel cortaplumas tallará del palo de guatambú, un santo sin nombre ni milagro, ni día de función, elaborado con el único fin de evadir las perturbaciones de su edad.

Nuestro personaje es protagonista de momentos históricos, donde los detalles se cuentan con fruición que hacen al placer de la lectura.

García Márquez solía comentar que muchos lectores en el mundo le reprochaban haberle dado, en “El amor en los tiempos del cólera”, una vida tan efímera a Jeremiah de Saint Amour, aquel refugiado antillano, inválido de guerra y el socio de ajedrez más compasivo del doctor Juvenal Urbino. Un personaje con las características de Jeremiah, merecía una novela propia. Pero García Márquez inicia la obra con su suicidio mediante sahumerios de cianuro de oro, con el solo propósito de que los lectores entraran a la novela con un episodio de mucho carácter.

En “El santo de Guatambu”, tal vez tengamos que reclamar a Juan Bautista que le haya dado una vida tan breve a un personaje entrañable, como se intuye a Taita Simón, un esclavo que tallaba retablos y santos milagrosos de madera, de quien Inocencio aprendió el oficio. Un personaje que habrá de comprar su libertad, acaso demasiado tarde.

En medio de la historia, en el marco de los sucesos que marcaron al Paraguay, Juan Bautista nos lleva por paisajes de ensueño, nos cobija en aquellos ranchos campesinos de adobe, techos de paja y piso de tierra apisonada, con aleros, y blanqueados a la cal e inmaculadamente limpios. Largos pasajes de la narrativa son de una ensoñación poética admirable, digna de aquel hombre sensible a su entorno como fue don Juan Bautista.

El santo de guatambú quedó enterrado allá en los campos de Acosta Ñu. Acaso hoy, en la ocasión de esta reedición que nos tiene a todos como testigo, esté obrando uno de sus milagros: numerosos azares se conjugaron para que finalmente, se elija esta fecha para su presentación, en coincidencia con el cumpleaños de la mujer que don Juan Bautista eligió como compañera de vida: la querida Margarita.

El Santo de Guatambú, es una excelente ocasión que tenemos los lectores para constatar que la literatura se transforma en una vía esencial para indagar la verdad de nuestra historia, y una justiciera acción editorial de El Lector, para enaltecer de nuevo la figura de un gran escritor como fue don Juan Bautista Rivarola Matto, cuya memoria aún aguarda mayores reconocimientos de nosotros, sus compatriotas de aquel Paraguay de asombro que él tanto amó y al que le dedicó sus mejores horas como historiógrafo, periodista y novelista.

Muchas gracias!

Reedición de “El Santo de Guatambu”, de Juan Bautista Rivarola Matto

Texto de presentación de Hugo Vigray

10/06/2015. XXI

Libroferia Asunción 2015

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