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  • Hugo Vigray

Acerca del libro "Las fiestas privadas", de Anibal Barreto


La noche de presentación del libro, en el Juan de Salazar.

En rigor, este es mi tercer encuentro con “Las fiestas privadas”. Supe de gran parte de los detalles de esta historia, cuando coincidimos con el autor, su hermano Nemesio y nuestras respectivas familias, en las vacaciones del año pasado, en un balneario brasileño.

Aquella vez, ingenuamente, le pregunté por qué no la escribía. Aníbal sin darme mucha importancia, siguió contando otras partes muy sustanciosas del caso. Y digo ingenuamente porque un par de meses más tarde, me llamó para peguntarme si podía darle una leída a un nuevo libro que acababa de terminar y me lo pasó al correo. Me sorprendió que en tan poco tiempo pudiera tener terminada una novela, con la historia que me contó aquella noche en vacaciones. Ese fue mi segundo encuentro.

De manera que el libro impreso, que tuve la fortuna de recibir hace unos días, es el tercero. No estoy tratando de hacer una estadística para vanagloriarme con la primicia de haberme encontrado con esta novela antes que ustedes, sino para advertir que para esta presentación, desde luego, volví a sumergirme en sus páginas y de inmediato noté los cambios en relación con la versión que ya conocía.

Siempre fue certera aquella sentencia de Leonardo Da Vinci, de que una obra nunca se termina, solo se abandona. Algunos grandes escritores como Tobías Wolf o Jorge Luis Borges solían decir que una obra nunca se deja de escribir o que nunca se sabe cuál es la obra final, porque aun ya editada, ya salida de los rollos de la imprenta, en una segunda edición o en ediciones sucesivas, los escritores pueden todavía estar disconformes con el resultado y continuar haciendo ajustes, correcciones, añadidos, aunque algunos lo hagan solo para vendernos la frase de “edición corregida y aumentada”.

Al leer los cambios introducidos en esta segunda versión de Las fiestas privadas, recordé aquella anécdota de García Márquez de cuando fue llevado de la mano por la fiebre de su talento, a la hiperbólica pero encantadora novela “Cien años de soledad”. Por entonces, García Márquez andaba lidiando con la pobreza y lo único que no había empeñado era su vieja máquina portátil, con la que escribía artículos para subsistir, mientras dedicaba seis horas al día a aquel “cataclismo del alma” tan “intenso y arrasador” de los Buendía.

Sus amigos, considerados y admiradores de su talento, lo visitaban por las noches y con disimulo dejaban unas canastas del súper con alimentos para que el escritor y su esposa, Mercedes, pudieran tener unos días más llevaderos. Y de paso preguntaban cómo iba la obra.

García Márquez, un erudito en las artes del engaño, todas las noches les comentaba una historia falsa del libro, por su antigua superstición de que contar lo que estaba escribiendo espantaría a los duendes, como si la verdad tuviera el maligno poder de romper el encanto natural de la inspiración que le conducía hacia el libro. El también escritor y premio cervantes, Álvaro Mutis, uno de sus amigos más cercanos, lo llamó con la copia definitiva de “Cien años de soledad”, antes de entrar a la imprenta, para reclamarle las fábulas de las noches de visita.

–Carajos, le dijo. Este libro no tiene nada que ver con lo que usted nos contaba en su casa. Pero por suerte, esto está mucho mejor.

Quiero decirle a Aníbal casi lo mismo, salvando las distancias desde luego en que yo estoy muy lejos de ser Álvaro Mutis, y él García Márquez: Esto está mucho mejor que lo que me contó y me mostró antes.

A través de su hermano Augusto, mi colega periodista, conozco a Aníbal y a su familia desde hace poco más de treinta años. Desde cuando los dos, en gremios diferentes, transitábamos los peligrosos senderos de la organización sindical en los tiempos de la dictadura, de cuando yo era un militante del sindicato de periodistas y él era dirigente de los trabajadores del comercio, de frecuentar a los mismos amigos, de asistir a las mismas marchas, a los mismos festivales. Y de haberlo visitado a su casa cuando apenas llegó de su primer azaroso viaje a Europa, para escuchar las desopilantes historias de cuando en un tour por una decena de países del viejo mundo, se había perdido en las dos primeras estaciones y luego de varias horas de desatinado turismo a pie, su ómnibus regresó a buscarlo, haciendo que en las siguientes paradas, todos los demás turistas lo llevaban de la mano para que no se les vuelva a perder el huidizo ovetense.

Sabemos que los hombres, somos producto de nuestras circunstancias. Uno es de donde lo quieren y tal vez depende de cuánto cariño le brinden, y de las dosis de normas básicas que reciba en su entorno para ser una persona decente, solidaria y con valores. Ahí se nota la mano de los padres de los Barreto. Una pareja que engendró hijos con enormes valores libertarios, generosos en la lucha y con compromiso de clase. Cuando pienso en el padre y en la madre de los Barreto, que han tenido la desgracia –y por esa causa– de perder a un hijo con los mismos principios, y pese a ello continuar inculcándoles a cada uno el valor de la libertad, de la honestidad, recuerdo a Cornelia, la madre de Cayo y Tiberio Graco, quienes en la trágica Roma de entre los años 130 y 120 antes de Cristo, pagaron con su vida esa mala costumbre de luchar por las causas populares, en aquel caso, por la reforma agraria. El dramaturgo Carlos Somigliana nos cuenta en su obra “Amarillo” que, ya asesinado Tiberio unos años antes, y frente al cuerpo ensangrentado y final de Cayo Graco, Cornelia, su madre, se dirige a los senadores asesinos diciéndoles “Ya no puedo parir, pero si pudiese parir, llorarían ustedes”.

Al apelar a la luminosa épica de ese texto de Somigliana, no temo exagerar, es un poco así como imagino a don Modesto y a doña Ofelia, cuya memoria se honra con sus hijos insolentes e insurrectos, pero, al menos como yo lo considero, caminando del lado correcto de la vida.

Pero, ¿con qué nos vamos a encontrar en Las fiestas privadas? Cualquiera que tenga unos cuarenta años, podrá asociar la trama principal de esta historia con un hecho policial de aquellos penosos años 80. Pero partiendo de allí, de aquel hecho terrorífico, Aníbal nos conduce hacia las internas más oscuras de un país llamado Orengania, donde un coronel de aviación, hijo del dictador de aquel país, comanda un ejército de homosexuales en un macabro plan de venganza ante una traición amorosa.

El autor presenta una fotografía de lo que es el lugar, decadente, corrupto y violento, en un país manejado por una dictadura y su camarilla genuflexa y al mismo tiempo hambrienta, rapaz e inescrupulosa. Así puede uno conocer Orengania y descubrir que era una sociedad que vivía en “paz y progreso”, donde el común de la gente justificaba los reportes de un tal Pastor Coronel, jefe de la tortura, cuando aparecía con la información en conferencia de prensa anunciando que lograron desbaratar una peligrosa célula comunista, con la contundente frase “Para qué se meten en política”. En lenguaje de calle, Orengania es un país que nos tiene cara conocida.

Algunos nombres y apellidos en el libro, son concretos, reales; otros están falseados. El ritmo de la obra es frenético, desde la primera línea. Aníbal apeló a la historia cruda. Raymond Chandler, un autor del género policial que admiro mucho, decía: “Pienso que algunos escritores se sienten obligados a escribir en frases rebuscadas como compensación por una carencia de alguna clase de emoción animal natural (…) La frase con alambre de púas, la palabra laboriosamente rara, la afectación intelectual del estilo, son todos trucos divertidos, pero inútiles”.

Por eso, Aníbal desechó los ripios, cortó las malezas y fue al corazón de los asuntos que sucedían en Orengania.

En medio, aparece el humor, el ingenio, la picardía, la crítica política. Aparecen frases como la que le atribuye al dictador, de cuando su hijo el coronel de aviación le llama por teléfono a advertirle de una información de inteligencia que sugería la presencia de un grupo de guerrilleros que intentarían un atentado en el país, con ayuda de los liberales. Y el dictador le responde: “Entonces va a ser un fracaso. Los liberales no se masturban porque no tienen imaginación”.

Un típico recurso de los buenos autores: utilizar a un personaje para emitir una opinión propia. Cualquiera que conozca bien a Aníbal sabe de su enorme cariño por los liberales…

¿De qué país nos habla Aníbal en esta historia? ¿De qué caso policial? A lo largo de la historia, aparecen sucesos reconocibles por cualquier lector, como ya dije, de más de cuarenta años y atento a las noticias. Si estamos ante hechos ciertos, más de algún protagonista de los sucesos de este libro, podrá inquietarse. Se enterarán, seguro. Y sabrán si el libro hace referencia a ellos, por el peso mismo de sus conciencias.

Pero ese es el ejercicio menos importante que debemos proponernos con “Las fiestas privadas”. Como alguna vez le dijo el poeta Néstor Romero Valdovinos al periodista e investigador de las artes, Mario Rubén Álvarez, obsesionado en conocer las historias que hay detrás de las mejores canciones paraguayas.

Sereno pero contundente, el autor de “Tardes asuncenas” le dijo: “No hay que preguntar esas cosas, mi hijo. Uno puede decepcionarse”.

Mucha razón, la de don Néstor. De “La Ilíada”, de Homero, hoy no cabe duda de que muchos de los atributos que se dan a los personajes, así como las escenas místicas que se narran en la obra son totalmente irreales, pero otras como el conflicto en sí mismo, así como algunos de los personajes y los lugares aparecidos, podrían ser verdaderos. Pero es un canto, un poema épico, no es la historia.

La Vigilia del Almirante, de Augusto Roa Bastos, aparentemente, es el relato de la peripecia de los días previos al descubrimiento en los que Colón es acosado por la desesperación y el temor a la muerte de sus marinos amotinados. Pero no es la historia del viaje de Colón. El propio Roa lo explica en su nota introductoria: “Este es un relato de ficción impura, o mixta, oscilante entre la realidad de la fábula y la fábula de la historia”.

Cuánto hay de cierto en esta historia que puede leerse en “Las fiestas privadas”, es un asunto a develar, pero por ahora, lo que puedo recomendarles es que se sumerjan en sus páginas. Será fácil dejarse llevar de la mano por esta historia de engaños, crímenes crueles y el retrato que de un país –que sin poder garantizar que sea este que tenemos–, se le parece demasiado.

Un país en el que cotidianamente, la realidad se empecina en superar a la ficción.

Que disfruten de estas fiestas privadas. No se van a arrepentir.

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