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  • Hugo Vigray

Ha llegado un autor


Lo primero que me impresionó de Tito Chamorro, no fue su imponente presencia. Cuando lo conocí, era ya una persona notable. Inmenso y casi siempre serio, a veces nos desconcertaba con un ángel dicharachero y su humor de niño bueno, una apariencia que intentaba esconder tras aquella barba a lo Freud. Cursábamos el primer año de la Escuela Municipal de Arte Escénico Roque Centurión Miranda. Yo, en realidad, era un adolescente: tenía 15 años y Tito estaba en el primer año de la Facultad de Ingeniería y soñaba con ser lo que es hoy, un director completo.

Lo que me dejó sorprendido, incluso preocupado, fue su imaginación rebelde, demasiado progresista en una sociedad -la de entonces- chata por sometida, silenciosa por miedo o por comodidad. A pesar de mi juventud, yo era un poco conservador. Respetaba a los clásicos por clásicos. Punto. No había discusión. De manera que lo que me había dicho Tito en algún recreo en la Escuela de Arte Escénico, me había parecido demasiado revolucionario para mi gusto.

- Mi sueño no es ser actor, me dijo. Yo prefiero dirigir. Y un día voy a montar "Romeo y Julieta", con los personajes vestidos en ropa de cuero y entrando a escena en una Harley Davidson...

Y había más. Me dijo que montaría la obra en el Caracol Club... Era demasiado para mí. Yo lo miré con mi adolescencia perpleja y estaba ya seguro: Ese muchacho estaba loco. Por eso quedé preocupado. Un día iba a venir con el cuento de montar "Aquel 1811" con una legión de hippies, con un doctor Francia borracho y un Pedro Juan Caballero fumando cannabis.

Estábamos en 1979, con el país ebrio de dicha aún por tres logros internacionales a nivel deportivo: La copa América, Víctor Pecci atrapándonos a todos con su raqueta de ñandutíes y Olimpia que, disculpen la modestia, ganaba su primera copa internacional, la Libertadores. El resto era dictadura, edicto número 3 y estado de sitio.

Los años terminaron por darle consistencia a mi tesis sobre las locuras de Tito. Y habrán de coincidir conmigo los que presenciaron sus puestas, innovadoras, llenas de imaginación, donde el conformismo brillaba por su ausencia. Rasgos de una locura que celebramos con euforia. Hoy, que me toca en suerte revisar estas magníficas obras teatrales de su autoría, me doy cuenta que en el fondo ha perdurado el Tito Chamorro que yo conocí, el iconoclasta, el rebelde, pero en una versión aumentada y mejorada, como los buenos libros. Hay en este manojo de obras teatrales, algunas adaptaciones sobre novelas en las que, estoy seguro, sus autores deberán sumergirse y bucear para tratar de encontrar algo de la obra original. Bueno, está bien, estoy exagerando. Pero lo claro es que el espíritu de rebeldía de Tito es innato y superior a su voluntad. Su rebeldía es un gigante que lo invade por dentro y al que no puede dominar. Le corrige las escenas, le cambia el libreto aunque sea de Shakespeare. Le motivan esas cosas: los cambios, las perspectivas nuevas que puedan encontrarse sobre cómo interpretar un texto o instalar una puesta.

Recuerdo un hecho que lo viví con él en Santa Cruz, Bolivia. Habíamos ido con Myrian Sienra Zavala y su elenco, dirigido por Tito, a un festival de teatro. Una noche, un grupo local presentaba la mítica obra de Agustín Cuzzani "El centroforward murió al amanecer".

La puesta era, digamos, pulcra. Los actores demostraban cierto carácter, pero el montaje no pasaba de una medianía considerable. Tito estaba disfrutando con moderación de la función, más que nada por la magnífica historia que cuenta. Hasta que en un momento, en la escena en que el centroforward va a ser ejecutado, alguien de la sala llama al actor principal por su nombre y le dice: "Espera un rato". La platea no entendía lo que pasaba. De inmediato, los actores dejaron abandonados a sus personajes, se soltaron, dejaron de actuar, como si se tratara de un ensayo. El hombre que detuvo la obra en pleno éxtasis teatral, era el director. Subió al escenario y le dijo al público: "Señores, estamos a punto de presenciar una injusticia. El libreto ordena que el personaje sea ejecutado. Aquí todos sabemos que será una injusticia. Por eso, en el elenco, hemos decidido cambiar el final y salvarlo. Al menos en la ficción, no permitamos que triunfe la injusticia!".

El público aplaudió de pie la magistral salida. Tito, sacudido al fin por lo que acabábamos de ver, aún de pie, se inclinó hacia mí y me dijo, entre aplausos: "Kantor. Tadeusz Kantor”. Se refería al genial director, dramaturgo, pintor y escenógrafo polaco que promovía la participación de los espectadores en sus puestas. Kantor decía: “No importan las influencias, lo importante son las causas".

En ese haz de luz con el que el ingenio de aquella compañía boliviana iluminó la sala, Tito vio lo que le agrada: la ruptura de las formas, la lucha contra el conformismo, la rebelión justificada, la provocación contra lo estático; el Kantor que anida en el alma de los progresistas.

Me permito pensar que mucho de lo que es, tiene origen en nuestra modesta (por el presupuesto que manejaba por entonces y aún creo que ahora) Escuela Municipal de Arte Escénico. Allá, tuvimos la fortuna de haber aprendido a ser libres pensadores, con la batuta silenciosa pero evocadora de gente como Gardes Gardez. Un director de teatro que nos permitía recrear a nuestros personajes desgranándolos, hallándolos hasta en la línea más oculta del libreto, que nos inculcaba a descubrir al personaje hasta la médula. Gardes, en su afán de pulir el conocimiento del actor sobre la obra y sus personajes, jamás brindó tonos de interpretación a actor alguno: El personaje y sus actitudes, estaban en el actor desde siempre y era él quien tenía que encontrarlos. Tito suele decir que Gardes fue el Grotowski paraguayo. Y tiene mucha razón. Gardes Gardez, una suerte de lobo estepario del teatro de aquellos años, nos inculcaba a la manera de Grotowski, lo vital que era el contacto entre el actor y el público: "La esencia del teatro es el actor, sus acciones y lo que puede lograr". El renombrado director teatral polaco, autor de "Hacia un teatro pobre", sostenía que el teatro puede existir sin luz, sin música, sin escenografía y hasta sin texto. Pero no sin actor. Hacía un culto de la pobreza que era al mismo tiempo pretexto y excusa, arma e ideal: Sus actores renunciaban a todo, menos a su propio cuerpo.

Los actores de Gardes, por aquel tiempo, no teníamos a la pobreza como ideal: éramos pobres en serio. Las puestas eran producto de una sucesión de préstamos para la escenografía, el vestuario, la utilería, una camioneta de taxi carga que siempre aportaba alguien solidario. Y si Grotowski hizo célebres los ejercicios de exploración vocal de sus actores con público incluido, Gardes no se quedó atrás. Cientos de veces ensayábamos en las plazas de Asunción.

Recuerdo de modo particular, que "Los intereses creados", de Jacinto Benavente, la ensayamos enterita entre lustrabotas, lavacoches y carameleros atónitos, en la plaza ubicada frente al antiguo Colegio Militar -hoy sede del Congreso Nacional-, en la escalerilla al pie del viejo tanque de guerra boliviano, capturado por tropas paraguayas durante la guerra del Chaco y exhibido como monumento hasta hace algunos años. Allí, Gardes Gardez nos esperaba con su eterno cigarrillo y su jarra de tereré, los libretos tipiados por él mismo con carbónico incluido, con una antigua remington a la que le saltaban la i y la a por encima de las demás letras, pero por cuyas copias se negaba a recibir las monedas que pretendíamos darle.

Gardes Gardez, un dilecto soldado stanislavskiano, irreverente cuestionador del establishment político, crítico de la dirigencia cultural de entonces y del teatro elitista criollo, fue de lejos uno de los maestros mejor formados que tuvimos. Gardes se llamaba en verdad Juan Gilberto Gómez y se nos fue, como diría Soriano, "triste, solitario y final", dejándonos toda la vida para pagarle lo que hizo por todos nosotros, sus alumnos. Con él hicimos varias puestas que en su mayoría tuvieron el involuntario "mérito" de emparejar la opinión de los críticos. En contra, desde luego. Pero ahí crecimos.

Todo, condimentado con la paciencia de Mercedes Jané, la personalidad de María Elena Sachero, la disciplina que nos inculcaron, entre otros, Roque Sánchez, Roberto De Felice y Victorino Báez Irala y la inacabable sabiduría de Manuel "Tabaco" Argüello, un maestro con todas sus letras, que se nos fue antes de la aparición de este libro que lo tiene como uno de los destinatarios de las dedicatorias del autor.

Si bien Tito desde un principio tenía claro que su destino era la puesta y -ahora lo vemos-, la dramaturgia, tuvo lo suyo como actor. Disciplinado al mango, trabajé con él en puestas que guardo en el rincón más preciado de mis nostalgias: "Tartufo", de Moliere; "Amarillo", de Carlos Somigliana; "El pan de la locura", de Carlos Gorostiza y "Panorama desde el puente", de Arthur Miller, este último justo con Tabaquito Argüello.

En ese ruedo, Tito demostraba ya la descollante disciplina que aprendimos de nuestros maestros, que nos repetían hasta el hartazgo el principio de Constantín Stanislavsky: "El actor, como el soldado, debe someterse a una disciplina de hierro". Estudioso de cada palabra del parlamento, le encantaba -y nos encantaba a todos-, desmenuzar las obras, deglutirlas por completo. Nosotros lo hacíamos para lograr un montaje digno y hacer un papel decoroso como intérpretes. Tito, había sido, andaba desmenuzándolas por un dramaturgo que lo invadía. Ya miraba más allá de todos nosotros, iba acumulando tesoros.

Desde que tengo memoria, el lamento mayor de nuestros grandes directores, era la ausencia de una nueva nutriente de la dramaturgia paraguaya. Por aquel tiempo, nos habíamos quedado con Halley Mora como el mejor y el más prolífico, Alcibíades González Del Valle como el más polémico de nuestro tiempo, junto con algunas apariciones considerables como Ovidio Benítez Pereira, Antonio Escobar Cantero, Moncho Azuaga, Edda de los Ríos y otros que pueden ser víctimas de mi frágil memoria. De los mencionados, nos perduran Alcibíades, Ovidio y Moncho. Por suerte han venido surgiendo nuevos nombres, aunque la carencia de dramaturgos no ha sido salvada. De manera que la aparición en escena de Tito Chamorro como autor, con un volumen que incluye una decena de piezas de diversas exigencias, es un bálsamo para los directores exigentes que, por no hallar las obras en nuestro entorno, siguen echando mano a autores foráneos, con la consiguiente carencia de un teatro que nos refleje tal cual somos los paraguayos.

Y vaya si en estas obras podremos vernos, de alguna manera. Hay, en cada pieza, original o adaptada, un sinnúmero de hechos teatrales que servirán como espejo de lo que somos. Con ironía, a veces ácida y urticante, Tito nos enseña personajes arropados de políticos, que prometen avanzar cincuenta años en cinco, con una receta clásica: Manos limpias. Pero no muestra sólo a los líderes, también nos retrata como pueblo, como cuando hace decir a uno de sus personajes: "En esta isla no vota sino el carisma, la música y los colores y no precisamente los programas". Suena familiar, ¿no?

Tanta lectura, tanto Chéjov, abundancia de Brecht, Bernard Shaw, Ibsen, Ionesco y otros autores universales, hicieron que Tito fuera tomando las herramientas que le parecían más oportunas para desarrollar sus acciones, contarnos las historias. De cada uno fue aprendiendo la carpintería del oficio. A veces es un dramaturgo que toma distancia de los hechos, apenas los presenta y no arroja críticas ni observaciones. Pero en otros momentos, le urge estar ahí, opinar, sentenciar. A veces a manera de ruego, otras, con discursos de barricada. Pero se cuida de dejar al lector-espectador, la sentencia definitiva, sopesando los dictados con otros elementos, a través de las voces de otros personajes.

Tito desarrolló una amistad entrañable con Tabaquito Argüello, uno de los intelectuales más lúcidos de nuestro tiempo. Iba a lo de Tabaco como el tiempo se lo permitiera. Allá, se sumergió en el inmenso mundo de los conocimientos del maestro. Se leyó todo, con la orientación invalorable de Tabaco, que era una luz. Por eso, le preocupa que la generación de nuestro tiempo se permita el atropello de abandonar la lectura. Entonces, en "Buenas noches Mr. Appleyard", a través de un supuesto vendedor de libros derrotado por las frustraciones y el alcohol, dispara sus sentencias sobre la cultura actual y la preocupante pérdida del hábito de la lectura. Ahí aparece el Chamorro que plantea, dicta, exhorta.

Como siempre sucede con los buenos alumnos, de todos sus maestros, sacó algo. Y me aparece ahora otra postal de nuestros tiempos de estudiantes. Postal de una vez que fuimos con otros compañeros a ver una obra de Ernesto Báez, en el Municipal. Ernesto, un pícaro consuetudinario, definió la obra como "cuento escénico". El género nos causó gracia, ya que era obvio que lo que Báez había hecho, era la adaptación teatral de un cuento. Tito celebró con una de sus carcajadas monumentales la picardía de aquella institución del teatro popular como lo fue sin dudas don Ernesto.

Hoy, nuestro autor intenta no quedarse atrás: Definió a su "San Bernardino ára-pe guara", como "Alegoría en clave de escaramuza escénica". Cuando leí esa definición, pensé que al escribirla, Tito habría pensado: "Chupáte esa, Ernesto". En "La Suiza de América", le vuelve el pensador y se permite tocar temas que están muy en boga en nuestros días, en donde la discusión ideológica ocupa enormes centros de debate: "...Era fácil ser revolucionario a los veinte años. Lo que cuesta, es ser revolucionario durante veinte años". Desnuda, además, en esa obra, un drama de nuestros días: La emigración.

Nuestro autor es un profundo conocedor del diálogo como la principal herramienta de una pieza teatral. Maneja a profundidad las posibilidades expresivas de esa arma fundamental en el desarrollo del juego dramático. Y esto puede lograrlo con creces, porque es un dialoguista nato. Es de los que organizan asados o cerveceadas, con la oculta intención de hablar, dialogar. Y los que lo conocemos bien, sabemos que en esas reuniones interviene lo suficiente pero escucha por demás. Eso, no es poca cosa. Además de una memoria prodigiosa, la mejor arma del escritor, es la oreja.

A su destreza con el manejo del diálogo, añade un muy buen manejo del tiempo, para lo cual recurre a los secretos del guión televisivo, pues Tito también novió con la televisión y conoció de sus secretos en el manejo del ritmo, sin que por ello sacrifique la profundidad de una trama o el perfil psicológico de los personajes.

Una conjunción de estos dos oficios del autor, el de dramaturgo y guionista de TV, puede verse con "Mujeres intensas", donde en un supuesto programa de Talk Show, se desarrolla una trama teatral con un hilo histórico coherente y la minuciosa descripción de los personajes. "Mujeres intensas", tiene, en un vertiginoso ritmo televisivo, la esencia teatral.

En "Sexo, embarazo, venenos y molotov", una brillante adaptación de "O abajur lilás", del brasileño Plinio Marcos, ubica en nuestro contexto los azarosos entresijos de un prostíbulo que no es sino una ácida metáfora de la sociedad, como de hecho fue la idea de Plinio, en su Brasil herido por la dictadura, que le censuró su estreno en su tiempo. Pero Tito le condimenta con referencias inmediatas de nuestro entorno, reconocibles con facilidad.

Pero sin dudas que el plato principal es el que le da el título a este libro. "El Supremo Karai Francia" que nos presenta, es como fuera el propio dictador en cuya memoria se profundiza: Supremo. No se priva de nada. Hurga hasta en los rincones más preciados de la mente y el corazón del controversial dictador, cuyo recuerdo aún nos divide a los paraguayos de hoy. Y para salvarlo del mar embravecido de la historia en que navega la figura de Francia, donde chapotea su espíritu déspota, perverso e insensible, Tito le arroja un corazón de salvavidas: Cuenta la historia de amor que, leyenda o no, se le atribuye con Petrona de Zavala.

Es una obviedad decir que en estas obras hay muchísimo trabajo. Pero, sucede, que ese es otro rasgo de nuestro autor. Es un trabajador incansable. A veces se diría trabajólico. Cuando llegábamos a Sucre, en aquella gira boliviana ya mencionada, lo primero que dijo al poner un pie en el aeropuerto fue "vamos a ver la sala". Y ordenó a Albertito Castillo, el iluminador por excelencia de nuestros días, "vos venís con nosotros para ver todo. No quiero sorpresas". La función sería en dos días y bien que se podría esperar hasta el día siguiente. Pero Tito no perdía tiempo. Los actores, por más grandes que fueran, debían obedecer y punto. Y eso que en aquel elenco, los nombres no eran de principiantes: Gustavo Calderini, Jesús Pérez, la propia Myrian Sienra, así como Carolina Rolón, Alicia Guerra y Jorge Báez. A mí y a Albertito no nos alegró mucho la idea porque teníamos intenciones de continuar con la degustación de las cervezas paceñas que, con generosidad y abundancia, nos servimos en el vuelo. Así que en medio del mareo, por la altura de Sucre, entiéndase, fuimos al teatro.

Chamorro no es de los que agarran un proyecto porque sí. Pero si lo toma, de inmediato se apodera del proyecto y no lo suelta hasta que se concrete en una puesta o un programa de TV, con los resultados que vienen con media sanción de congratulaciones. En la puesta o al aire, de seguro el trabajo será aprobado en plenitud. Para la alegría de los elencos, se ha tomado muy en serio la tarea de dramaturgo.

Tanto, que en este volumen no están todas sus obras. Hay una versión suya de La Babosa, de Gabriel Casaccia ("Babosas casaccianas"), de la que en breve tendremos noticias.

Tito Chamorro aprendió demasiado bien de este juego que es el teatro. Sigue aplicando lo que nos inculcaron nuestros maestros, de quienes hoy seguro será el logro más preciado. De ellos supimos que el actor es el único ser capaz de sentir los mil y un latidos del corazón humano. Pero, claro. El actor recrea, el que crea es el autor.

Y si coincidimos con lo que nos dicen sobre nuestro teatro actual, cuando apuntan que la dramaturgia nacional aún carece de fisonomía propia y que eso "en parte se debe a la carencia de dramaturgos que reflejan nuestra realidad y anhelos en escena" (Víctor Bogado, II Congreso de Teatro Universitario, Universidad de Chihuahua, México, año 2000), celebremos la aparición de este documento, en el que un dramaturgo de nuestro tiempo nos brinda los primeros latidos de su corazón de autor. Un corazón que viene para latir por siempre.

Prólogo del libro "El Supremo Karai Francia y otras obras. Teatro", de Tito Chamorro.

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