Publicado el 30 de junio de 2018 en el Correo Semanal del diario Última Hora.
Aquel regreso de Don Herminio Giménez tenía un halo especial: Era la primera vez en muchos años, que pisaba su tierra ya no como exiliado ni perseguido político, sino en plena libertad.
Las crónicas de aquel día dicen que llovió intensamente. En mi memoria, en cambio, en aquella mañana del 23 de febrero de 1989, la lluvia todavía cae con entera mansedumbre. Hacía pocos días que un alzamiento militar comandado por el general Rodríguez había tumbado la dictadura de 35 años del general Stroessner.
Algunas cosas volvían a acomodarse en la sociedad paraguaya. Radio Ñandutí reiniciaba sus transmisiones después de algún tiempo de arbitrario cierre y el diario ABC apuraba las rotativas para retomar la calle, también luego de una prolongada clausura. Los mayores habían perdido la costumbre de la libertad. Los jóvenes de entonces, directamente desconocíamos sus signos.
Alguien dijo por aquel tiempo, que el golpe que derrocó a la dictadura nos sorprendió a los hombres bajo la ducha y a las mujeres con los ruleros. Estábamos tan sorprendidos que muchos creíamos que el general Rodríguez pronto instalaría otra tiranía.
Por eso había que ir apurando la libertad. Y en se propósito, se producían los regresos de los hijos dilectos que habían sido expulsados. Políticos, militares, sacerdotes cuestionadores del régimen, volvían. Y por supuesto, las principales figuras del arte y de la cultura. Los primeros fueron Elvio Romero y don Herminio Giménez.
Aquella fue una mañana en que haría una de las coberturas periodísticas que nunca olvidaré. Una cobertura que me recuerda el olor de la lluvia, la música que volvía para cantar la libertad definitiva y la osadía periodística que me permití. Suelo decirles a mis hijos y a mis amigos, a manera de humorada, que fue el día en que secuestré a don Herminio…
El jefe de prensa de radio Ñanduti, Nicolás Arguello, me había llamado unos días antes para decirme que la radio se reabría y que querían contar conmigo, enfrentado en ese momento en un lío judicial con mi ex trabajo, el diario Hoy, junto con otros 12 compañeros despedidos después de una acción sindical. De hecho, a los 13 periodistas, nos salvó el golpe. Si no, nunca más hubiéramos encontrado trabajo, por razones más que obvias.
En rigor, iba a ser la segunda vez que entrevistaba a don Herminio. La primera, había sido precisamente en 1987, la última vez que estuvo en el país con un permiso del régimen por cinco días, para asistir a la presentación de un libro sobre su vida escrito por José Fernando Talavera.
Porque, hay que recordarlo: la dictadura secuestraba, apresaba, torturaba y desterraba a los compatriotas por su pensamiento. Don Herminio fue uno de los que alimentaron las estadísticas que los estudios de la Comisión Verdad y Justicia cuentan de esta manera: “Hubo un total de 3.470 personas exiliadas de forma directa -entiéndase, las personas específicamente expulsadas- y unas 17.348 personas que fueron al exilio por razones indirectas, como el hecho de ser familiares de los exiliados directos, acompañándolos fuera del país”.
“De ese total de más de 20.800 ciudadanos paraguayos exiliados, la absoluta mayoría (un 57%, aproximadamente) fue a la vecina Argentina, cuya ciudad capital de Buenos Aires fue considerada la “capital del exilio” de los paraguayos”. Don Herminio, se sabe, había elegido Corrientes.
Aquella cobertura del 87 fue en el aeropuerto Silvio Pettirossi. Recuerdo que don Herminio fue recibido por una gran cantidad de artistas. Carlos Villagra Marsal tuvo la osadía de colocarle un pañuelo azul al cuello al recibirlo, entre los aplausos de la gente. Hablamos largo y tendido con él. Mi nota fue publicada a página entera, con una llamada en portada, en el recordado Diario Hoy.
Ya en Ñandutí, Nicolás Arguello sabía que yo había sido cronista de espectáculos y por eso me otorgó la recepción de don Herminio en su regreso anunciado como definitivo. La radio tenía un solo chofer, el inefable Arsenio. De modo que ciertas veces, ante la necesidad de cobertura, algunos cronistas conducíamos algún móvil.
Así que aquella mañana, me entregaron las llaves del Ford Belina, verde agua, un clásico en el “parque automotor” de la radio, bajé por Choferes del Chaco, tomé Sacramento y rumbee hacia Puente Remanso. Al llegar a la zona de frontera, vi que en la aduana del lado paraguayo había un ómnibus de la línea 15. Me llamó la atención porque era el colectivo que yo usaba y sabía que esa zona era ajena a su itinerario. Me fijé bien y vi que estaba casi lleno. Me pareció ver algunas banderas paraguayas en el micro.
Enfilé hacia la aduana argentina porque el éxito de la cobertura era transmitir el impacto emocional de su ingreso al país. Y así fue. Estábamos periodistas de todos los medios de entonces. Don Herminio y su señora, Victoria Miño, estaban emocionados. Nosotros también. Así que las notas captaron esa impresión, la de un hombre injustamente desterrado, uno de los más grandes creadores de la música paraguaya y un referente del país para el mundo, nada menos.
Nos saludó alborozado, cantando, lo que dijo era un “Himno a la libertad”, que compuso el mismísimo 3 de febrero, al enterarse del golpe de estado que destituyó al dictador. Recuerdo con nitidez su entusiasmo en la conversación, su asombro de niño travieso, a pesar de que nos contaría que había cumplido 84 años. Pero, argumentaba, su vitalidad era posible porque Victoria le cuidaba entre algodones.
Dicharachero, alegre, con un sentido del humor inquebrantable, confesó que tenía el sueño de dirigir la Orquesta Sinfónica de Asunción y que si no le invitaban iría a ofrecerse. Hacía acotaciones sobre las preguntas y luego se ponía solemne cuando hablaba de las cosas que le dolían.
Recordó que había sido deportado en 1936 y en 1947. Según dijo, la primera vez por ser jefe del Estado Mayor del Mariscal Estigarribia. “Yo no tenía nada que ver; así que me deportaron por eso. Como fue deportado el mariscal, me enviaron a mí también. Y en la segunda ocasión ya era militante del Partido Liberal y luchaba por la democracia”, dijo, Y añadió algo que sabíamos todos: “Yo voy a luchar siempre por la libertad y la democracia por cualquier país”.
En ese momento, don Herminio era presidente para el Cono Sur del Consejo Mundial de la Paz. Ansiaba volver definitivamente para trabajar por el arte, la cultura y la democracia. Dijo que le dolía profundamente la división del Partido Liberal. “Esa es una de las cosas que me revienta a mí, de que hayan Partido Liberal Radical Auténtico y que no sea auténtico. ¿Por qué no hay un solo partido liberal como los febreristas? Yo para eso vengo. Me gustaría ser un peón más de la unidad (…) Quiero luchar para todos los partidos de oposición o de la posición que fueren, a fin de que nos unamos y vivamos en paz, debido a que la filosofía de los partidos es estar enrolado a lo que cada uno creemos firmemente”, dijo.
Sensible, nos habló de que “es necesario un Paraguay unido para luchar por la felicidad. Que estemos tranquilos, que estemos en libertad y que nuestros trabajos sean remunerados como corresponde, especialmente la gente pobre, a cuyo servicio me pongo a disposición totalmente”.
Llamaba la atención que no había allí una multitud esperándolo. Y lo dije al aire. Solo los periodistas estábamos. Así que cuando todos los cronistas se iban marchando presurosos con sus notas, quedamos con don Herminio, doña Victoria y algunos pocos curiosos que merodeaban. Lo noté inquieto.
– ¿Alguien lo busca, maestro? –pregunté.
– Y yo creía que sí, pero no veo a nadie de los que dijeron vendrían a buscarme–, dijo.
– Entonces – le dije, al tiempo que tomaba sus dos maletas–, ¿me permite llevarlo a Asunción, por favor?
– ¡Pero claro!
Metí las dos maletas en el baulero del Belina y subí al móvil. Lo confieso. Empecé a temer que apareciera alguien y me arruinara el viaje con don Herminio. Pensé en el ómnibus de la línea 15, esperando del lado paraguayo. Pero no dije nada.
Don Herminio se sentó a mi lado y doña Victoria, siempre jovial, aún con la sonrisa feliz del regreso, pasó al asiento trasero. Y escuché aquel chiste que había de escuchar otras tantas veces después: “Yo siempre digo que ando con la Victoria a cuestas”.
Al pasar frente al control de migraciones del lado paraguayo, volví a ver al ómnibus de la línea 15 con sus banderas. Enfilé a Asunción y pedí entrar al aire, de nuevo.
Le comenté a Humberto Rubín que don Herminio Giménez, el músico paraguayo más admirado de los últimos años, exiliado, militante político y férreo enemigo de la dictadura, entraba a su país, camino a la capital, en un glorioso móvil de Radio Ñanduti.
Humberto, que se conoce todas las mañas del mundo, ordenó a su operador que pusiera músicas de Don Herminio, una tras otra. La memoria no puede serme tan fiel y recordar una a una las canciones que iba poniendo Humberto al aire. Pero recuerdo que al sonar la primera, don Herminio me contó cómo había nacido la obra.
– ¿Podemos contar eso al aire?, pregunté.
Y entramos al aire sobre la música. Para Ñandutí, no hubo más temas periodísticos esa mañana que el ingreso al país de don Herminio. Ya solo éramos la música vibrante, plena de armonías celestiales de don Herminio, y su voz ingresando al aire para contar una tras otra las intimidades que dormían su secreto detrás de cada partitura.
La lluvia seguía cayendo apacible y mi emoción crecía al lado de aquella leyenda. El Belina, sumiso, enfilaba hacia Puente Remanso, ebrio de oración azul, de canciones del arpa dormida, del trompo arasá de trémula luz irreal, de serenatas ocára venciendo a aquella lejanía que sufrió el autor con el exilio, mediante la magia singular de sus acordes.
Cuando Humberto puso “El canto de mi selva”, fue la apoteosis. Todo al aire. Fragmento por fragmento. Compás por compás, don Herminio iba relatando sobre los violines y los vientos en los primeros acordes: “ese es el murmullo de la noche que estuve en el Chirigüelo”. Después explicaba que para darle colorido a ese murmullo, hacia una transición con las flautas y volvía el murmullo.
Paso a paso, la también cadenciosa voz de don Herminio, pintaba los pasajes de su obra admirada: La selva, la noche incierta, la noche profunda, las primeras luces del día, pequeñas cascadas del río Aquidabán, la mañana que se abría como una fruta, el despertar de los primeros rayos del sol y el ingreso triunfal de los pájaros con su retórica de trinos.
El pájaro campana, el chiricoe, en un diálogo primero pausado, lento, casi monocorde, y luego la entrada de más pájaros, trinares lejanos, el cuco del reloj, la invitación estremecedora de la selva con todos los pájaros que la pueblan con sus claves de asombro. Hasta que un vuelo casi imprevisto marca el acorde mayor del canto de la selva, en un final conmovedor.
Ensimismado y ebrio en esas voces de la selva, me percaté que había hecho el trayecto a paso de tortuga, tramposamente, para alargar el viaje. Tanto, que en un momento al pasar el puente, vi en el retrovisor que se acercaba el ómnibus de la línea 15. Le conté a don Herminio.
– Los del ómnibus, ¿no serán los que vinieron a buscarlo, don Herminio?
– Y tal vez sí –me dijo–. Pero ya está, vamos a la radio.
Cuando el ómnibus de la línea 15 llegó casi junto con nosotros a Radio Ñandutí, lo supe. Era una delegación de amigos que habían ido a buscarlo. Tiempo después supe que el dueño de la empresa de esa línea, Jorge Jure, era amigo suyo desde hacía muchos años.
Al bajar del Belina, ya una cantidad de gente venía desde el ómnibus para saludarlo. Entregué a sus amigos las maletas del maestro y subí a los estudios. Humberto se había ido de la radio. Presenté a prensa el casete de la cobertura, miré el reloj y me dispuse a salir a comer algo.
Don Herminio y sus amigos, se habían marchado. Había parado de llover y el alto sol indicaba la orilla del mediodía. Entonces, más que en todo el viaje, sentí la magnitud de Don Herminio. Su regreso de hijo pródigo al país, recién redescubierto al mundo, cantando el himno que nos cantó en Falcón y que compuso La Noche de las Candelarias para su país, al que volvía para siempre:
“En pos del sol que anuncia la libertad
Todos de pie, unidos y jurar
Así la esclavitud nunca más resurgirá
Y un signo de hermandad a todos unirá,
Amado Paraguay”.