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La música que me habita


Borges decía que la lluvia es una cosa que sin duda sucede en el pasado. Por alguna razón me pasa lo mismo con la música. Y si coincidimos con Tomás Eloy Martínez en que somos los libros que hemos leído, creo entender que también estamos hechos un poco de la música que fuimos. Porque la música también nos marcó épocas y momentos y así nos fuimos haciendo.

Ahora que llueve, por ejemplo, siento que estoy en la calle Teniente Vera al 2519, donde fue nuestra casa hacia mitad de los años 70 y hasta los primeros años de los 80. El barrio Herrera, entonces, estaba construyendo su perfil residencial, como le llaman a los barrios chuchis, pero muchas de las casas, sobre todo la nuestra y la de nuestra cuadra, eran modestas.

Estamos en el 75 y curso el sexto grado en la Escuela Luis Alberto de Herrera. Y en los festivales, entre canciones folclóricas y bailables, suena «El bimbo» y es Georgie Dann el que la canta. Dann, aquel francés que por esos años era un fenómeno de masas en la España que nos llegaba en blanco y negro con su música veraniega a través de programas como «300 millones».

Y ahí me aparece la figura de Mariela, chiquilla de la misma escuela, que baila con clase profesional su número con la música de Dann: Bailemos el bimbó, que está causando sensación, con esa melodía que te va directo al corazón.

Muchos años después volví a verla en un evento donde compartimos mesa con otros extraños. La reconocí de inmediato. Me confirmó que era la misma y recordaba con claridad su participación con el baile aquel, pero en cambio yo era para ella como los demás miembros de la mesa: un extraño.

En la escuela un día vino de visita Carlos «El Lobo» Diarte, cuya casa materna quedaba a dos cuadras de mi casa, sobre la misma calle. Lo recuerdo alto y espigado. Por lo visto es el invierno porque lo veo con un sobretodo tan largo como él, de la mano de su esposa que es una rubia como ninguna en mi memoria. Había bajado de un Alfa Romero portentoso, de color rojo fuego, y los alumnos lo recibimos con honores presidenciales, con un túnel almidonado de guardapolvos que nacía en el portón mismo de la calle Denis Roa y se sumergía bullicioso de aplausos hasta el patio. El Lobo está saludando con leve reverencia a su paso, sonriente, y luego nos va mostrando de a una cuáles fueron las aulas que ocupó cuando fue niño como somos nosotros en ese momento.

Y aunque lo suyo era el fútbol, con el que brillaba en España, también se le reconocían otras virtudes aparte del olimpismo, como el karate y la música. Llegó a ser noticia aquí su participación en los escenarios, cantando, y fue de gran éxito un especial de fin de año de la TV española, donde lo recuerdo con una canción romántica.

En el 76 se produce un hecho muy importante en mi vida, cuando ingreso al colegio nacional de la capital, al Primero 14, donde fui compañero de Marco Antonio de Brix. Ahí me pica el bicho del teatro, porque fui a verlo en «Nde zapature, se vienen los nietos», aunque tardaría unos años para que decida estudiar artes escénicas. Pero por Marco, me llegó mejor el folklore con el que tanto me insistía mi madre, Visitación Gray, que era poeta y creaba canciones silbando. Su amistad con Efrén Echeverría, su compueblano de Lima, hacía propicio que con frecuencia Camba’i visitara nuestra casa y nos llenara el alma con su «Ryguasu kokore», «Jagua’i karë», y su versión especial del «Tema de Lara», que era la banda sonora de la película «Doctor Zhivago».

Con mi vieja también aprendí a amar a Sandro y a Roberto Carlos.

Comprar un disco era un lujo que uno no podía darse a menudo por aquel tiempo. Así que para que tengamos la versión del tema que nos gustaba debíamos estar atentos con la grabadora, la cinta ajustada con un breve espacio tras la última canción grabada, y apenas sonaba en la radio, apretar juntas las teclas de Rec y Play para grabar.


A la tarde, bajo la parralera del patio, pescaba por un programa de la FM “Primero de marzo” (hasta hoy me niego a llamarla «Uno de marzo» como manda el castellano de España), donde desfilaban las voces de los ídolos de entonces, con la conducción de un muchacho joven que tenía un vozarrón. Era Rubén Rodríguez, prometedor figura de la radiofonía de entonces.

Y ahí cazaba las canciones de Bee Gees, Boney M, ABBA, Creedence. Y tal vez por el mismo tiempo, me cautivaban Sinatra, Jerry Vale, Paul Anka. Cuando me sumerjo en estos recuerdos, sin falta, desde alguna ventana de aquel barrio fluye y me conmueve la melancolía de «The Way we were», con la inigualable voz de Barbra Streisand que nos llegaba a través del cine con una película que en español tuvo un nombre apropiado para lo que describimos en estas líneas: «Nuestros años felices».

También me gustaban los temas instrumentales, como los de Ray Coniff o Paul Mauriat, del que en este momento suena en mi memoria la seductora y contagiante melodía de «Love is blue». También por su melodía me tenía emocionado un tema cuya versión instrumental atrapé un día en la grabadora, cuyo nombre no supe hasta mucho después. Era «Here's to you», de Ennio Morricone. La tarareaba con frecuencia y la grabación aquella me acompañó por muchos años, y más aún cuando supe que era uno de los temas de la banda sonora de una historia del cine que contó un caso vergonzoso de la política americana: la condena a muerte de dos trabajadores italianos, Nicola y Bart, que se cuenta en una cinta que pasó a la historia: «Sacco y Vanzetti», condenados a muerte por su rol de sindicalistas y no así por un falso crimen que les adjudicaron. La película fue muy importante para la revisión del juicio, a todas luces amañado e injusto, que pinta cómo la justicia norteamericana silenciaba a las voces que le incomodaban.

También recuerdo algunos momentos infaustos, como la muerte de Elvis, en el 77. Y mas tarde la de una mujer con voz incomparable, la de Karen Carpenter. Pero eso ya fue en el 83. Un año antes, se produjo en mi cabeza una revolución existencial causada por los tambores de guerra. Era de Malvinas, donde muchos jóvenes de mi edad fueron a morir.

El gobierno militar prohibió en la argentina la música en inglés. Y yo, por cuenta propia, dejé de frecuentar esa música. De alguna manera, estaba contagiado por la vecindad y la causa argentina. Y le agradezco a aquel momento de revolución emocional, haberme permitido entrar al mundo de Sui Géneris, Almendra, el Flaco Spinetta, Seru Girán, León Gieco y Litto Nebbia, entre tantos otros.

Entonces, de golpe y porrazo, llegaron la adolescencia y la juventud. Me metí de lleno en el teatro y frecuenté los conciertos de música clásica y fueron llenando mi mundo los valses de Strauss, los romances de Sibelius y las obras de Bach o de Beethoven. Estaba destinado a ser ecléctico en términos musicales.

Después, yo mismo me atreví con la música, dado que desde chico maltraté la guitarra y por mi voz grave se me fue haciendo fácil integrar grupos corales, como bajo. Entonces, me llené de folclore y de lo que se llamó en aquel tiempo la nueva canción latinoamericana.

Primero con mis compañeros de colegio Luis Alberto Hermosilla, Walter Martínez, Héctor Céspedes, César Rodríguez y Rubén Martínez —que se nos fue antes de tiempo—, todos bajo la batuta del gran maestro Cachito Román, que además dirigía nuestro coro, ya en el colegio Apostólico San José.

Vendrían otros grupos musicales hasta que ya con sentido profesional, con Miguelito Ibarra, Rafel Sosa y Carlos Aguilera, formamos el cuarteto Ñandéva, que tuvo lo suyo en aquellos festivales contra la dictadura.

Entonces nos habitaban Violeta Parra, Víctor Jara, Maneco Galeano, Emilio Biggi, Víctor Heredia, María Elena Walsh, Mario Benedetti, Agustín Barboza…

Porque en ese tiempo, era fundamental contarle a la gente lo importante de volver a los 17, y pasar un informe de la situación, porque ya sabíamos que, entre los males y los desmanes, hay cierta gente que - ya se sabe -, saca provecho de la ocasión; comprando a uno lo que vale dos y haciendo abuso de autoridad.

Han pasado muchos años y soy la música amplia que me habita.

Hoy con mis hijos comparto la música que les gusta y ellos comparten conmigo las canciones que me conmueven. Siempre con mucha amplitud. Desde el folklore latinoamericano, pasando por el rock metálico y la música clásica, aunque siempre terminemos volviendo hacia Joan Baptista Humet, Joaquín Sabina y Joan Manuel Serrat porque, por suerte o por milagro, a menudo los hijos se nos parecen.

Quería contarles esto y ahora que ha parado de llover, tengo la certeza de que somos también la música que nos acompañó a lo largo de nuestras vidas. Lo recordé gracias a la lluvia que, de nuevo a través de Borges, nos dice que «Quien la oye caer ha recobrado / El tiempo en que la suerte venturosa/ le reveló una flor llamada rosa/ y el curioso color del colorado/ Esta lluvia que ciega los cristales/ alegrará en perdidos arrabales/ las negras uvas de una parra en cierto/ patio que ya no existe…»


(Escrito el 12 de enero de 2020, un domingo con lluvia, y publicado en mi perfil del Facebook)

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