Julio Iglesias, con su amigo Pedro Ortega. Foto tomada de Internet.
Pedro Ortega era, ante todo, un gran profesional de las Relaciones Públicas. Un maestro. Tengo alojadas en mi memoria innumerables anécdotas suyas, algunas de ellas relatadas por amigos músicos, a lo largo de los años en que fui periodista de espectáculos. Otras, que me contó él mismo y algunas que escuché, como se dice, al pasar.
Estuve varias veces en su casa –ese castillo que rompe con todas las formas convencionales en su barrio, a cuadras de la Avenida Perón–, con otros amigos, disfrutando de su hospitalidad y de su pasión por la música. Políglota, cantaba una misma canción en varios idiomas, animaba cualquier auditorio.
Como músico, según los entendidos, su formación técnica no estaba para el derroche, pero tenía en la piel un detector automático de cuál era el repertorio que iba a funcionar ante un determinado público. Habilidad que solo los años consiguen moldear.
Un día le pregunté, acaso con alguna malicia:
-¿Creés que tu grupo es uno de los mejores de Europa? (Me refería a los grupos de música paraguaya pero él, con su picardía, aprovechó la pregunta en su más amplio sentido).
-Es el mejor, sin dudas. Aunque ahora hay uno que, según algunos, es mejor que nuestro grupo, cosa que yo no creo. Lo que tiene es una gran infraestructura, pero no son mejores
-¿Qué grupo es?
-Gipsy Kings, se llama.
Se publicó, palabras más, palabras menos, en el Semanario La Opinión, en algún punto de los años 90.
Algún tiempo antes, en el viejo diario Hoy, después de mostrarme sus fotos con Brooke Shields, Julio Iglesias, Carolina de Mónaco y el Sha de Irán, le pregunté para cerrar una entrevista:
-¿Y ahora qué viene?
-Y primero Punta del Este. Luego tenemos Los Ángeles, París, Ámsterdam, Roma. Y así sigue la rutina…
De lo que me contaron, recuerdo que una vez le pregunté a otros amigos músicos, cuál era el secreto de Pedro Ortega. Y con admiración, me contaron algunas de sus técnicas. Para empezar, se alojaba en los mejores hoteles. Lo primero que hacía, era soltarle un billete de los grandes a algún conserje. A cambio, el conserje debía informar quién era el huésped más ilustre del hotel y a qué hora desayunaba. Desde luego que la información era suministrada con lujo de detalles.
Y ahí estaba él, a la hora indicada por aquel servicio de inteligencia. Después, era cruzarse como de casualidad con el príncipe, un jeque o la celebridad que sea, en el momento de servirse el desayuno y palabras iban, palabras venían, terminaba sentándose a la mesa con la celebridad. Como corolario, el desayuno (o almuerzo, lo que sea) terminaba siendo una invitación suya, de Pedro Ortega. Y al despedirse, casi sin querer, dejaba su tarjeta: “Los bohemios paraguayos. Pedro Ortega. Musician”.
No pasaban ni dos noches y aquella celebridad hacía alguna suntuosa fiesta en el hotel o en otro sitio. Y desde luego, con la presencia de Pedro Ortega y su grupo Los Bohemios Paraguayos.
Entonces, aparecía otra de sus grandes genialidades. Después de animar a la concurrencia, a la hora de la despedida, venía la consulta de cuánto costaba aquella animación tan estupenda. Y el señor Ortega, por poco no se indignaba:
-¡Pero por favor! ¡Es un humilde homenaje nuestro a tan célebre amigo!
Desde luego, decirle esto a una celebridad o a un multimillonario, lo dejaba con una deuda enorme. Por supuesto: el cheque terminaba siendo más generoso de lo que podría esperarse.
Cuentan que con frecuencia reforzaba sus grupos con músicos que estaban también por Europa pero que tenían una carrera propia. A mi amigo Víctor Hugo Domínguez (espero que no se enfade por mi indiscreción), que a veces estaba por España o por Suiza, lo llamaba de cualquier lugar del mundo y le decía:
-Ejuke: Princesa fulana oporandu nderehe.
La piel morena y los ojos azules de Víctor Hugo, eran un valor agregado de sus habilidades musicales.
Un número infaltable en sus shows, era Félix de Ypacarai. Se sabe que Félix tiene, más que un vozarrón, un trueno. No necesita micrófonos para entretener a todo el Defensores del Chaco, si hace falta. Lo llevaba Pedro, y Félix ya sabía que su show no era de la partida. Entraba, muy a la madrugada, cuando los fiesteros ya tenían sueño y los despertaba don Félix con esa voz que despierta a las piedras.
Hay algunas cosas muy pícaras que, desde luego, no me animo a contar.
Las reservaré, ahora que se ha ido, para hablar de ellas con otros amigos que lo recordarán por siempre, como alguien que siguió la ruta de Paraná y supo codearse con las estrellas más luminosas de la farándula y del jet set, y construyó un puente para muchos otros músicos entre su Paraguay querido y el viejo mundo.