"La lluvia tiene un vago secreto de ternura"
Federico García Lorca
La lluvia cayó de repente, sin presagio alguno, en el preciso instante en que llegábamos a la esquina junto al árbol cómplice de siempre, a cuyo amparo la noche era más noche y que desde hacía un tiempo guardaba el secreto de nuestra ceremonia de adioses infinitos, donde ninguna mano quería soltar la otra mano, pero teníamos que hacerlo y entonces, vino la lluvia, minuciosa y leve primero, intensa después, para empujarnos a un beso profundo que habíamos de guardar por siempre entre nuestras quimeras más entrañables.
Era la esquina de siempre, pero nuestra primera despedida bajo la lluvia y, acaso, la única bajo el romance del agua que caía como una canción desde el cielo a empaparnos hasta el alma sin que jamás nos importara.
Teníamos entonces la insolencia de los veintipico y estábamos seguros que con nosotros, el mundo tenía arreglo. Veníamos de intentarlo entre barricadas, canciones y esperanzas compartidas, en un tiempo en que la insurrección era una obligación para nosotros y un pecado para el régimen. Felices, audaces y rebeldes, creíamos que podíamos contra todo.
Éramos felices, es cierto, pero sin permiso porque la vida me había puesto un poco tarde en tu sendero. Alguien había llegado antes y vos caminabas a su lado cuando no estabas conmigo, es decir casi siempre. Aquello fue casual, el mismo grupo de amigos, la misma corriente militante, las reuniones compartidas en los mismos centros y las miradas que empezaron a encontrarse.
Y yo sabía quién era él y puedo jurar que lo respetaba, pero no pude o no quise, como vos tampoco, renunciar a aquellos dictados inapelables como suelen ser los de la piel, los de los ojos. Pero empezamos a anotarnos para las mismas acciones: el mismo grupo para repartir volantes, la misma zona para las pintatas, los mismos voluntariados y la complicidad, se hacía evidente para nosotros, aunque ninguno de los demás lo sospechara, o talvez sí, pero cuál era el problema en que mi sindicato apoyara a tu centro de estudiantes.
No me hubiera perdonado nunca renunciar a aquella fiebre, a aquella melancolía indomable que me despertaba todas las mañanas con tu recuerdo y que convertía a mis fines de semana en la más absoluta orfandad, porque los días sin vos eran como un infinito camino sin salida.
El país y hasta diría el mundo, entonces, era más agresivo con nosotros y había que moverse con cuidado, porque los compañeros caían y mañana podíamos ser nosotros. La libertad era una utopía y pretenderla era castigada con severidad, tanto que algunos la pagaron con su vida.
Y alguna vez estuvimos cerca, como cuando una noche salimos con otros compañeros a pintar paredes y muros que detectábamos antes y anotábamos puntillosamente en nuestros cuadernos con palabras clave. Aquella vez las paredes debían decir “Por una navidad sin presos” y aunque las pintatas duraran solo horas, era suficiente para que la gente distraída o que quería distraerse, supiera que había algo más que el pan escaso y el circo suficiente que le daba la dictadura. Manos anónimas –nosotros entre ellas – las pintaban durante las noches y las borraban con las primeras luces del día los seccionaleros, la misma policía o los dueños de casa para evitar el compromiso.
Y en eso andábamos cuando cayó la policía justo cuando estábamos a punto de pintar una muralla. Estábamos entre cinco compañeros, tres hombres y dos muchachas. Cuatro, apurados por el miedo, simulamos ser parejas y uno quedó, desubicado y solo, recostado en el auto en que habíamos conseguido para esa pintata, muerto de angustia.
El viejo Brasilia de la policía pasó despacito, la lámpara giratoria emitiendo tenebrosos destellos rojos en la cuadra, y al ver que las dos parejas se abrazaban y se besaban, los policías desde el móvil terminaron burlándose a los gritos del que estaba solo, tratándolo de Tomasito. Todos estábamos temblorosos y más en mi caso en que era la primera vez que podía abrazarte frente a otros, refugiado en el guiño casual de la emergencia. Si la policía hubiera venido minutos más tarde, hubiera sido imposible simular otra cosa con el muro pintado y nosotros con aerosoles en las manos, las manos manchadas de tinta.
Y hubo otras escenas, otros miedos que nos asaltaron juntos, como a muchos por aquel tiempo. Pero recuerdo aquella en especial, porque el abrazo prohibido en público tuvo esa licencia especial para nosotros en la búsqueda de salvar el pellejo.
Todo mi universo se poblaba de las cosas que nos identificaban. Las canciones de Silvio y de Pablo, los poemas de Neruda, las frases del Che y los cuentos de Cortázar que habían llegado a ambos por caminos diversos, previo a nuestro contacto, y que habían de señalarnos los sueños, los anhelos, las utopías por las cuales hacíamos interesantes y arriesgadas nuestras vidas.
Y entonces, los festivales con encendidas canciones, entre guaranias y polcas de Maneco, con los temas de Zitarrosa y Víctor Jara, desalambrábamos las trincheras del miedo en que vivíamos, al menos por un rato, como señal de que había una posibilidad de ser libres, mientras tuviéramos encendidas las antorchas de los sueños. Y acordábamos los encuentros y estos parecían casuales, dentro de la discreción que se requería para el caso.
Pero vernos así, aunque sea de lejos o saludaros en algún descuido, como sin querer, tocándonos apenas, con prudencia por fuera, pero vibrantes por dentro, con la ternura agazapada en los corazones y las miradas que decían todo.
Aquel anochecer, después de discutir acciones, planear pintatas, como tantas veces, te acompañé a la facultad. O al menos cerca, pues si bien teníamos muchos amigos comunes, la exposición pública en esas circunstancias, hubiera sido una indiscreción innecesaria, una oportunidad de intrusiones peligrosas de las que los amores prohibidos viven escapando.
Recuerdo que arranqué de algún jardín ajeno, un saliente puñado de jazmines que amorosamente coloqué entre tus cabellos y te miré, como miran siempre los ojos del amor furtivo, de los que saben que no habrá un destino común para los dos: intensamente.
Todavía se me estremece la piel cuando lo recuerdo. Tu cabellera negra, larga, bajando sinuosa sobre tus hombros, posándose rebelde sobre la ondulada ternura de tus senos. Y el aroma del jazmín copando el aire fugaz de nuestro amor intenso, infernal pero secreto.
El trayecto era conocido de tantas veces repetido. Bajar del bus en la doble avenida, caminar por una larga, larguísima cuadra para evitar eventuales intrusos conocidos y acompañarte siempre hasta la misma esquina al íntimo amparo del anochecer.
Entonces cayó aquella lluvia. Lenta, vibrante, enternecedora. Fue, por todo lo que representó nuestra relación, el escenario más fiel de mis recuerdos contigo.
Muchos años han pasado desde entonces. La ansiada libertad llegó una madrugada, no por nosotros, pero sí como consecuencia de los muchos que como vos y yo habían querido. Tumbaron al dictador y vinieron otros tiempos, de una sensación que desconocíamos. Los grupos, nuestros grupos, se fijaron otras luchas, otros sueños.
Y aunque nuestro secreto tenía vocación de irrenunciable, otros azares urdieron destinos contrapuestos y nos fuimos separando como yo nunca hubiera querido. Pero la vida es a veces no lo que exigimos, sino lo que ella nos ofrece.
Yo dejé a aquel muchacho rebelde en alguna esquina cualquiera y conocí otras lluvias en un país ajeno del que ahora regreso. Aún transito las mismas orillas de entonces, los mismos círculos fraternos pero descubrí que muchos de nosotros habían tomado otros caminos y más de uno se tomó algunos atajos. Los defino con aquel verso de Neruda que decíamos juntos cuando nos movían las mismas pasiones: “La misma noche que hace blanquear los mismos árboles/ nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos…”.
Yo te busqué en las calles, en algunos de los círculos comunes de aquel tiempo, donde me dijeron que te fuiste, dicen que para siempre.
Por eso, en este atardecer, vine a esta esquina y me detuve bajo el mismo árbol, aquel que atestiguaba nuestra secreta y rebelde pasión de aquellos años.
Y aunque en la escena las cosas han cambiado, aunque la arquitectura de la cuadra es otra, permanecen la esquina y el árbol. Y puedo jurar que en el aire aún se siente un vago rumor de lluvias y un tenue aroma de jazmines.