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  • Hugo Vigray

"La Kombi" - Cuento Ganador Elena Ammatuna año 2009


Ya casi amanecía cuando Ignacio despertó sobresaltado por una pesadilla en la que le cortaban la cabeza, aquel día en que tenían que detonar la bomba. Por instinto, se palpó a la altura de la cintura en busca del .38 Special. Estaba ahí, entre su cadera y el borde de la hamaca. En el sopor del sobresalto, sintió la boca seca y una sensación de desconcierto. Había dormido en la hamaca de poyvi, bajo el plácido alero de la casa campestre donde llevaba algunos días desde que vino para el atentado. La ansiedad de terminar con el trabajo lo mantuvo desvelado aquella noche. Sólo varias horas después de haberse tirado en la hamaca había logrado dormirse. Fue entonces que tuvo el mal sueño.

Médico al fin, afecto a las ciencias, odiaba las supersticiones. Por eso esquivó las premoniciones de la pesadilla, donde lo decapitaban por expresa orden del dictador. Soñó que había caído preso en acciones desconcertantes e inverosímiles. Embretado en un callejón por un grupo de hombres de traje negro, golpeado hasta la inconciencia, lo habían arrojado al suelo. Uno de ellos, que parecía el jefe de la banda, lo levantó del cuello de la camisa. En la nitidez de la pesadilla, Ignacio percibió incluso el fétido aliento del matón y escuchó con claridad su voz ronca maltratada por el tabaco y el alcohol: “¿Ya no te acordás de mi?”.

Pero para el doctor Ignacio Uriburu, “simple especialista en huesos”, como gustaba definirse, los sueños eran una actividad mental que sucedía mientras uno duerme. Nada más.

Superado el aturdimiento de la pesadilla, volvió a arrellanarse en la hamaca, las manos en la nuca a manera de almohada, los pies en el suelo de lado a lado, meciéndose de manera lenta y acompasada. Vio cómo el incipiente sol que emergía, abrillantaba las hojas de las plantas aún bañadas de rocío. Pintaba lindo el día para la tarea. Todo había sido planificado. Esta vez, no podían fallar. Pensó en Roberto y en Julián. Ya estarán en camino, calculó. Ellos estaban refugiados en Aregua, en casas separadas.

El dulce aroma del cocido de alguna casa vecina, lo puso nostálgico. El cocido de azúcar quemada tiene esas virtudes. Comprendió que estaba sintiendo más bien nostalgia de las nostalgias. De cuando por casualidad, en el exilio, sentía el aroma inconfundible de azúcar quemada sobre la yerba mate. Seguro que era algún compatriota. Qué cosa más rica. Cocido con chipitas. Lo mejor del café con leche con medialunas en los cafés de Buenos Aires, le parecía poca cosa frente al cocido. El penetrante aroma le removió todas sus nostalgias, todos sus dolores. Ya falta poco para terminar con el destierro, se dijo. No solo con el suyo, sino con los destierros. Una vez terminado el trabajo, volveremos para siempre a tomar cocido hasta el hartazgo. Pero, claro, se recordó: no debemos volver a fallar…

Hizo un repaso mental de las tareas. El tirano, por nada del mundo cambiaba su itinerario. Por lo tanto, la calle debía ser -y era- la misma: Eligio Ayala, entre Antequera y México. Frente a la Plaza Uruguaya, al costado del ferrocarril. La kombi con la bomba dentro, estacionada bien cerca de México, donde era necesario aminorar la marcha porque la calle se hacía estrecha. Y al pasar a su lado el Caprice Classic negro del tirano, un estruendo. Y se acababa la historia de 20 años de tiranía, presos políticos, torturas y desapariciones. Adiós dictadura, hasta luego represión, final de la odisea.

Nadie sospecharía nunca que en un simple canasto de chipas estaría el detonador. Doña Hermelinda, meses antes empezó a vender chipas en la plaza Uruguaya. Su silenciosa pero amable figura ya formaba parte del paisaje cotidiano de la plaza. Se hizo de amigos. Como del barrendero municipal que, incluso ya accedió al favor de deber por unas chipas, “hasta que cobremos a fin de mes”. Hermelinda llegó a bromear con sus camaradas sobre su función de chipera.

- Chipas Ña Herme: Una explosión de sabor.

Roberto y Julián habían celebrado el chiste. Ignacio, prudente, comedido, serio, había aceptado el humor con una sonrisa leve y cortante. Sus camaradas lo sabían disciplinado en extremo, que aunque no era malhumorado, no se dejaba llevar nunca por la informalidad. Es un poco aburrido, decían de él.

En los dos intentos fallidos, todos estuvieron pendientes de la reacción de Ignacio, que no aceptaba errores. Tenía una sentencia harto conocida por todos: esto no es un juego de niños. Es un acto revolucionario. Pero la verdad, no hubo errores en los intentos fracasados. Una perversa sucesión de casualidades había impedido que terminaran con la historia del tirano. La primera vez, el Caprice negro pasó demasiado rápido. Y en la segunda, increíble, hasta se detuvo cerca de la kombi. Pero una inesperada aglomeración de gente en la esquina, les hizo desistir de la detonación: La cosa era contra el tirano. Los inocentes no tienen por qué pagar por los pecadores.

Estaban seguros que nada de eso volvería a ocurrir. Para no llamar la atención, habían esperado con prudencia entre cada intento. La misma kombi, la misma esquina, habrían levantado innecesarias sospechas a los pyragues del dictador.

Ignacio se puso en pie. Ya amanecía por completo. Acomodó el Smith & Wesson bajo el cinturón. Fue al baño, se lavó la cara y al mirarse al espejo, sonrió. Tenía la barba de tres días que Emilia odiaba. Emilia. Bella, fraterna y compañera. Aguardando en el exilio, junto a los críos.

Salió para el lugar acordado donde debía esperar a Roberto y Julián, que venían a buscarlo en un volkswagen escarabajo. Llegaron en seguida. Se sentó en el asiento del acompañante y saludó con amabilidad a Roberto, al volante. Julián, desde el asiento trasero, le tocó el hombro como todo gesto de saludo. Ambos, tenían una admiración enorme por Ignacio.

¿Cuánto de lo que se decía de él era cierto? Se mencionaba como verídico que planeó secuestrar un avión bimotor de transporte militar. El objetivo, según los informes de la dictadura, era que pensaba llegar con el avión hasta Montevideo, donde había una cumbre presidencial. Su deseo era llamar la atención del mundo sobre la dictadura de su país. Pero el plan fue abortado, ya que los servicios de inteligencia del dictador, lo descubrieron.

De lo que no había discusión, es que había protagonizado una de las huidas de prisión más espectaculares de aquellos tiempos. Después de meses de estar preso en una comisaría, se escapó por un túnel que junto a otros compañeros de celda, cavaron con paciencia de eremita. Dejó en ridículo a los gorilas. Más aún, con la esquela que dejó, dirigida directamente al tirano. Lo trató de gringo loco. Le dijo que no pensaba estar de por vida preso y que volvería por él: “Solo tu muerte hará libre al pueblo paraguayo”, le escribió. Cuentan que, al leer la esquela de Ignacio, el gringo loco se puso de pie, pegó un grito y descargó su furia con los puños sobre su escritorio. “Quiero su cabeza aquí”, dijo. Fue desde entonces el hombre más buscado por los sicarios del tirano.

El escarabajo viboreó por un sendero perforado de zanjas, torció por una calle improvisada en medio de un baldío donde había que sortear un par de desafiantes cocoteros. A través del vaho mañanero se percibía un aire con olor alfalfa y a estiércol de los tambos cercanos. En minutos, entraban a la ruta que conduce al aeropuerto de Luque pero enfilaron en sentido contrario hacia Asunción. Ya la gente estaba en las paradas de colectivos, dispuesta para la jornada del día. Para el frente, los árboles de la avenida España, los eucaliptales de Ñu Guazú, pasaje del perfil remoto hacia la ciudad que tanto amaban Ignacio y Emilia.

Se habían conocido siendo estudiantes de medicina y llevaban casi 15 años de casados. Compartían el amor, los hijos y los sueños. A veces Ignacio sentía culpas por arrastrarla a ella y a los tres chicos en su cruzada libertaria, huyendo de pueblo en pueblo, de país en país. Pero, un par de horas más, y se acaba la historia de las huidas, se prometió una vez más.

En 20 minutos, ya estaban ingresando al centro de Asunción. Como estaba establecido, al llegar a Eligio Ayala, se bajó primero Ignacio. Aunque confiaban ciegamente que los servicios de inteligencia de la dictadura estaban profundamente dormidos en este caso, para despistar, hizo un entramado de cuadras para llegar hasta la Plaza Uruguaya donde debían coincidir todos, aunque a distancia prudencial. La kombi había permanecido oculta en el taller de un contacto, desde donde otro compañero debía retirarla. Tras estacionar en el lugar indicado, el cuarto hombre iría a la plaza y, simulando una compra de chipas, entregar con disimulo el control remoto que Hermelinda depositaría en el canasto.

Julián debía bajar un poco más cerca de la plaza y caminar hasta la parada de colectivos de enfrente, desde donde debía marcar la venida del Caprice negro. Roberto debía dejar el auto cerca y luego ir a la plaza, a distancia prudencial de Hermelinda e Ignacio. Tenían que esperar que Julián bostezara y se desperezara en la parada: Era la señal convenida. Ignacio y Roberto, entonces, debían acercarse a Hermelinda. Julián, atento para distraer a algún imprevisto comprador de chipas, si fuera necesario. Ignacio accionaría el detonador.

A esa hora, la Plaza Uruguaya era ya un vocinglerío de barrenderos municipales, vendedores de café y cocido, pancheros, quinieleros, algunas que otras mujeres de la noche resucitando de la fanfarria de sus amores baratos, lustrabotas; la romería cotidiana de una plaza ebria de verde, una plaza ferviente y bulliciosa.

Cuando Ignacio llegó, divisó la kombi en la esquina. Hacia el centro de la plaza, vio a Hermelinda, que con una leve reverencia le indicaba que todo estaba en orden. Se fijó, por las dudas, que cerca de la kombi no hubiera gente, como la vez anterior. Y no había. La kombi estaba sola. Adentro, la carga mortal esperaba su momento de gloria. Eran 20 kilos de trotyl, capaz de volar un edificio, con una onda expansiva que arrojaría a su paso un refuerzo de balines de acero, bulones, tuercas, colocados en la masa del explosivo. La fabricaron con instrucción de unos compañeros argentinos, que la usaban con frecuencia en la lucha de su país. Le llamaban mina vietnamita.

Miró el reloj. Faltaban escasos tres o cuatro minutos. Sonrió: Era inminente el fin de todas las pesadillas. Como las de anoche, en la que lo decapitaban para entregar su cabeza al mismísimo tirano. Sabía de las intenciones. Lo decapitarían con una navaja y luego entregarían su cabeza al dictador. Ignacio estaba al tanto de la orden: “Quiero su cabeza aquí”. “Te vas a joder, gringo hijo de puta”, pensó. Sabía que estaban cerquita del fin.

En eso vieron que Julián bostezaba y se desperezaba. En pocos segundos más, oyeron la raquítica sirena de las dos únicas motos que iban siempre delante del Caprice negro. Se acercaron a Hermelinda que de espaldas a la calle Eligio Ayala, miraba hacia el interior de la plaza. Ignacio y Roberto, mirando hacia la calle de la bomba, de manera a ver con exactitud el momento en que se acercara a la kombi y calcular la detonación como para que la explosión le diera de lleno al auto del tirano. En instantes, ahí estaba el miserable hijo de puta, pasando lento en su arrogancia asesina, sentado en el asiento trasero del auto, con su eterno sombrero de fieltro negro. El gringo miró hacia la plaza en algún momento e Ignacio creyó que lo miraba a él. Pero de inmediato, el dictador volvió a mirar hacia delante.

Ignacio hurgó entre las chipas, tomó el control y fijó el pulgar sobre el botón de detonación. Nadie más se acercó a ellos, ningún transeúnte cerca de la kombi. El único inocente, aunque Ignacio dudaba de que lo fuera, sería el chofer. Un mártir de la liberación, pensó. Fueron segundos interminables. Como nunca, el auto del tirano iba a paso de tortuga, de manera que esos 80 o 100 metros de extensión hasta la esquina, parecían eternos. Pero llegó el momento y el doctor Ignacio Uriburu no lo dudó un momento. Apretó el botón.

Sintió el click, acompañado de un estremecimiento. Un helor se le coló en el pecho, le recorrió los pulmones y le bañó el corazón. Le pareció sentir una extraña vibración de todos los árboles de la plaza. Pero sintió que las piernas no le respondían cuando vio que el Caprice negro pasó cerca de la kombi como si nada, sorteó unos rieles de tranvía a su paso y se perdió cubierto por la arquitectura de la cuadra. La bomba de 20 kilos de trotyl, la mina vietnamita de la esperanza, había fallado.

Hermelinda, Ignacio y Roberto, se miraron desconcertados. Julián los miraba desde lejos, petrificado. Ignacio clavó sus ojos en los de Hermelinda como buscando una respuesta. Ella no la tenía y se lo dijo en guaraní a manera de pregunta: mba’e pio pea.

Ignacio, atormentado, caminó hasta la breve escalinata de la plaza, mirando hacia la kombi, impotente. Roberto buscó un banco vacío, se sentó y encendió un Benson and Hedges. Julián, aturdido, los miraba, sólo los miraba. No había nada que hacer.

Cada uno en su mundo de ensimismamiento y en rincones diferentes de la plaza, pasaron quién sabe cuánto tiempo en silencio, hasta que se fueron yendo de a uno. Menos Ignacio. El manual de procedimientos era muy claro. Había que esperar la noche para reunirse, revisar los hechos, analizar los errores, planear el futuro. ¿El futuro? Ahora se lo veía demasiado lejano.

Por de pronto, Roberto deberá avisar al compañero encargado de la kombi, para guardarla de nuevo, mientras se buscaba ayuda para intentar encontrar la falla del explosivo. En eso pensaba Ignacio cuando por fin se levantó a caminar, sin saber bien a dónde ir.

Bajó por México, pasó frente a la fachada en diagonal del ferrocarril y cuando llegaba a la calle que conduce al bajo sintió que le estiraban del hombro. De un golpe lo tiraron contra la pared y lo embretaron. Quiso buscar el Special que tenía en la espalda, cuando una patada en el bajo vientre lo dejó sin aliento. Alguien lo desarmó. Eran tres tipos a los que creyó haber visto ya en la plaza. Sintió un temblor en el alma cuando el más grande, que llevaba un sombrero parecido al del tirano, lo apretó del pecho y le dijo: “¿Ya no te acordás de mi?”

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