El tormento, las pesadillas y el desprecio, iban a terminar ahora que lo había decidido. La ceguera le había ocultado los rostros y los gestos de repugnancia, pero no alcanzaba para guardar el pasado, para borrarlo, porque su pasado seguía allí, en los cuchicheos circundantes, en las protestas de la calle, en los diarios, en los noticieros, en esas pancartas escandalosas que gritaban cárcel a los torturadores, justicia para los desaparecidos, ni olvido ni perdón, y se había convertido en el mayor castigo en las lágrimas de su única hija que preguntaba llorando, y que no quería creer, que cómo puede ser cierto todo ese infierno.
La oscuridad, aquella ausencia de luz y de colores, no le evitaba sentir el desprecio, el aborrecimiento, la repulsión. Su pasado estaba allí, latente, vivo, amenazante, estaba en esas pesadillas frecuentes, ya no solo cuando dormía, porque últimamente lo invadían en pleno día, despierto, en cualquier ámbito. Regresaba en esas voces que escuchaba, enérgicas, horadantes, venían desde las sombras, de los calabozos, de las piletas donde sumergía a aquellos comunistas de mierda que se hacían pasar por campesinos, mentira, los verdaderos campesinos son gente buena, que trabajan la tierra y no se meten en cosas raras.
Hubiera agradecido un infarto masivo, de esos que te sorprenden sentado y hasta luego, rápido, sin sumario previo. Pero lo que vino fue esa diabetes silenciosa que trajo consigo la ceguera, primero gradual, insufrible, lenta, y luego completa, aunque como alivio, ocultó las miradas que acusan y condenan al mismo tiempo.
La mudanza, pensó en su momento, aliviaría ciertos acosos. Vivir en un barrio nuevo, cambiar de hábitos y de aires. Y así fue que dejó aquella casa que había sido de sus padres, una casa pequeña, rodeada de plantas y un patio apenas separado de los vecinos por una hilera de ligustrinas, que él debía de recordar el resto de sus años como una imagen de la seguridad y la paz con que se vivía en el país por aquellos años en que se dormía con la ventana abierta. Y no como ahora, en que nadie respeta a nadie, hay peajeros por todos lados que por una mochila apuñalan a cualquiera y hasta los almaceneros se ven obligados a atender a sus clientes resguardados por horrendas rejas.
Nada de eso se veía cuando nosotros trabajábamos para mantener la paz, pensaba, y recordaba su trabajo, la oficina, como le llamaba al Departamento de Investigaciones, y por momentos quería reponerse porque volvía a convencerse que su trabajo estuvo en armonía con lo que pretendía el gobierno, luchando contra el comunismo apátrida, que crecía desde aquellas organizaciones libero-marxistas como le gustaba decir al general, mis respetos.
Pero el general había caído tumbado por otro que quiso ponerse bien con todo el mundo, un café con leche, de esos que el general anterior despreciaba porque había de ser café o leche, no café con leche, y el café con leche trajo consigo este carnaval que envalentonaba a los zurdos que ahora lo acusaban, y ahí está el resultado, marxistas y putos por todos lados, peajeros, gente que cierra las calles, el abuso.
Por eso había armado con diligencia, en silencio, aquella mudanza. Su mujer, que nunca preguntaba mucho, había asentido que un cambio le vendría bien a ambos y a su única hija que, entonces, estaba terminando el colegio. Y se mudaron, y todo fue bueno un tiempo, salía a la vereda y miraba a la gente porque entonces aún podía ver. Y mientras pudo, iba al templo los domingos, conoció a otra gente y se entregó a dios, y se mostraba buen marido y padre afectuoso.
Después vinieron los disturbios en el sueño, la visita de aquellos miserables a los que había dado su merecido, ahora le gritaban hijo de puta, asesino de mierda o simplemente gritaban desde el fondo de aquellos dolores, aquellas angustias. Volvía a verlos, la boca abierta de espanto, los ojos absortos, saliendo desde la tina de agua a donde volvían a ser empujados antes de cargar suficiente aire en los pulmones, que se le iban llenando con aquella agua pestilente, de orines y excrementos, hasta que hablen, hijos de puta, hasta que asuman, que confiesen sus planes estratégicos de tumbar al gobierno que trajo la paz al país, el gobierno que terminó con las divisiones, el que puso fin a las revoluciones civiles e inició la tercera reconstrucción de la patria.
Y se veía de nuevo agarrando de las piernas a aquellos desgraciados, mientras otro compañero de oficina los montaba a horcajadas y los empujaba del pecho, a hundirlos de nuevo al submarino, como llamaban a aquella tina eficaz.
Y recordaba a sus compañeros de oficina, algunos de los cuales se fueron muriendo, felices de ellos, y otros que presionados por la gente salían en los diarios pidiendo perdón por su pasado, gente tibia, café con leche, que fueron delatando a otros, confirmando sospechas de las comisiones investigadoras de la dictadura, cobardes todos.
Sería mejor terminar con todo esto, un tiro y listo, antes que andar demostrando flaquezas, y se le aparecía la imagen de su hija, implorando, papá decime que no es cierto, que ahora que estaba en la facultad contaba que había un grafiti con su nombre, que decía torturador asesino del pueblo, no puede ser cierto y que ella sentía que las miradas la condenaban porque ahí va la hija del hijo de puta Alberto Silvero, suboficial de la policía; asesino sin sangre.
Y el silencio no bastaba a veces y había que decir que no era cierto, que son acusaciones políticas contra aquel gobierno, mientras su esposa guardaba silencio y también llorando y negando con la cabeza y él insistía, que cómo podía considerarse el testimonio de esos que se llamaban víctimas y en verdad fueron delincuentes, enemigos de la patria, mentirosos sin nombres.
Había cerrado un círculo en torno a la familia, para protegerla de las habladurías, para hacerla impermeable a su pasado, pero el círculo se le iba abriendo.
Pero, mi hija, acaso podés creer que yo sea malo, si nunca te levanté una mano -y eso era cierto-, pero entonces había más preguntas, por qué los diarios, por qué las citas continuas a su nombre en las entrevistas, esa gente que lo pintaba cruel, animal de sangre fría, macabro asesino.
Pero cómo, acaso no consta que siempre fue atento, siempre con la oración justa para invocar al Señor por el perdón de los pecados, convencido de que la oración era el camino más eficaz para desviar la angustia y la desolación en esos instantes en que los mortales desconectan el espíritu del cuerpo.
Y argumentaba que, por su bondad, le habían ofrecido ser pastor en el barrio nuevo, ofrecimiento que no aceptó por culpa de la ceguera que llegó poco después de la mudanza y por no cargar con otras obligaciones a su esposa, ya entrada en años, como él.
No hay que darle curso a las acusaciones; no eran sino blasfemias de estos nuevos tiempos de libertinaje, pero la hija que no paraba de llorar, negándose a aceptar las acusaciones, sin dejarse convencer por los desmentidos y todo terminaba siendo un escenario insalvable.
Y entonces pensaba en el revólver. El revólver de sus tiempos del departamento de investigaciones de la policía, salvado casi por milagro de la cadena de condenas que se sucedieron con sus camaradas. Era solo un disparo y todo había de terminarse.
Después de todo, se manejaba con soltura dentro de la casa, tanto en el patio como en el interior. Sabía exactamente en cuál de los cajones del ropero estaba guardado aquel revólver que muchas veces lustró de memoria, desarmó y volvió a armar, dejándolo siempre cargado. Muchas veces lo había acariciado con ganas de terminar ya con los tormentos pero consideraba con diversos pretextos, que otro debía ser el momento.
Aquel momento, finalmente, había llegado. Era solo ir hasta allá, al segundo cajón de la hoja derecha del ropero, ahora que la esposa estaba en la iglesia y la hija en un congreso, se salvarían del susto del disparo, llegaría, al fin, la paz deseada, pero antes había que revisarlo y comprobar las balas del tambor, y allí estaban, frías, mortales, determinantes.
Y parecía increíble que a medida que crecía la convicción, venían más recuerdos a atormentarlo, como un tal López, aquel campesino hijo de puta que sembró el comunismo entre sus compueblanos, era el que más lo frecuentaba, amenazante, desde sus recuerdos, ahora mismo estaba allí, junto a él, gritando que quería vivir y que viva la revolución, carajo.
El índice tembloroso, finalmente, hizo lo suyo.
El disparo, seco, sonó retumbando en los cristales de la casa, en los muebles, pero salió por la puerta de la sala ya ensordecido, sin fuerza como para que nadie lo distinguiera al calor de aquel domingo mañanero.
Los médicos explicaron después a su esposa que milagros como el suyo, ocurrían en uno de cada veinte casos. Todo dependía de la trayectoria de la bala.
En su caso, dijeron, lo importante es que tuvo un orificio de salida y que el proyectil no permaneció en el cerebro.
“Una señal positiva es que no hubo necesidad de extraer una gran cantidad de tejidos muertos”, dijo el jefe médico.
En otras palabras, explicó, es posible que pierda algunas facultades, como el habla, o cierta capacidad de movimientos en el cuerpo.
“Pero -dijo el médico con afán de consuelo-, al menos tendrá la memoria intacta”.