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Hugo Vigray

El último puerto


Pero hacia donde vaya llevaré tu mirada

y hacia donde camines llevarás mi dolor.

Pablo Neruda

Foto: "Atardecer en el Río Paraguay", de Fernando Allen.

Juliana se prometió una vida junto a Gumersindo y empeñó en ello los mejores años de su vida. Atontada por el amor se le entregó a los 16 años, le dio un hijo a los 17 alborotando las costumbres del pueblo, y vivió durante muchos años aferrada al sueño de amarrarlo, antes de considerar que aquel hombre de verba deslumbrante, de voz profunda y vibrante, no había nacido para un solo lecho.

Aún era una niña cuando se fijó en él como hombre. Y desde entonces lo convirtió en el centro de su vida. Cuando más tarde logró atraer la atención de su galán, tuvo que enfrentar a su madre, a sus amigos y a los parientes de sus amigos que la llenaron de advertencias como que le doblaba en edad, que era un jugador empedernido, que fumaba mucho y que mentía más que los gitanos.

A su madre, como último recurso, se le ocurrió esgrimir un argumento que consideraba demoledor:

-¡Es demasiado alto!

Juliana era menuda y de apariencia frágil, pero rotunda y firme, activa y serena con sus propósitos, engalanada con esas caderas inverosímiles de mujer absoluta cuando que por aquel tiempo no era más que una moza.

Gumersindo era de una familia notable de aquel pueblo. Uno de los siete hijos varones del caudillo más influyente y dueño del único medio de transporte que llegaba a la capital surcando los ríos: la embarcación de cargas y pasajeros Paloma del norte.

El pueblo era unas pocas decenas de casas en torno a una iglesia construida en tiempos de la colonia en honor a San Francisco, una plaza con cuatro bancos de madera y un par de árboles de ovenia que daban sombra a los enamorados en las tardes calurosas, una escuela con techos de paja a dos aguas, el palacete municipal con techos de zinc, y un campo verde que hacía las veces de cancha de fútbol y de torín.

Las casas de las familias ilustres estaban en torno a la plaza y la iglesia y su arquitectura de ladrillos cocidos la distinguían de las de adobe y paja que eran la mayoría. Había dos familias aristocráticas divididas solo por el apellido y por los colores partidarios, el colorado y el liberal, pero reconciliadas a fuerza de la vecindad tras las sangrientas revoluciones civiles del pasado.

Ajeno a la estampa provinciana, un gringo llegado a estas tierras con el éxodo de los alemanes que huían de la hambruna tras la primera guerra, ostentaba la casa más llamativa: era enteramente de madera y de tres pisos de altura, tan alta como la torre de la iglesia.

Después, no había más.

El pueblo sobrevivía al olvido por el Aguaray Guazú, un río manso y angosto que viboreaba entre el verdor del norte y sus anchos bancos de arena blanca. Por los años de Gumersindo y Juliana, era la única vía de acceso y de salida. Por ahí se comunicaba el pueblo con el mundo, por ahí salían el algodón, el maní y el tabaco que producían en aquella tierra, y por ahí la madera que se transportaba en lentas y silenciosas jangadas.

El padre de Gumersindo era descendiente de un irlandés que llegó al país por el tiempo de la construcción del ferrocarril en la capital. Cuando terminó el ferrocarril, decidió quedarse y se internó hacia el norte y dejó su descendencia.

Su origen y su historia, desde luego, convertían a la familia de Gumersindo en una de las dos familias notables.

Su padre pretendía que lo sucediera en el poder que se traducía en la jefatura comunal y en la conducción del futuro económico como jefe de la chacra y de la lancha Paloma del norte. Y así fue o parecía serlo al principio. Pero como ha ocurrido bastante en la vida, el destino tenía sus propios planes.

Gumersindo tenía una destreza sin igual con las barajas y pareja que formaba, ganaba los torneos de truco que se organizaban en el palacete municipal, donde además descollaba en los bailes. Nunca recibió un rechazo de su cabeceo galante.

Como en la escuela del pueblo no había llegado aún la secundaria, había repetido varios años el sexto grado, demostrando una habilidad casi sobrenatural con las matemáticas y por sus viajes constantes a la capital junto a su padre, se había aproximado a otros conocimientos por los que encantaba también con un castellano superior al de sus compueblanos.

Gumersindo era sin dudas el buen partido que buscaban las otras jóvenes del pueblo, revoloteando como palomas alrededor de aquel galán que tenía una sonrisa para todas. Pero Juliana creía ser la única porque así él la hacía sentir cuando la amaba, en las horas en que ella se las ingeniaba para huir de la celosa mirada de su madre, viuda, devota de la Virgen María y asistente fiel de la casa parroquial.

Gumersindo, en sintonía con los sueños de su padre, se hizo cargo de la lancha. Subía y bajaba por el río en viajes que duraban varios días hasta la capital.

Pronto se supo en el pueblo que casi a la manera del Farewell y los sollozos, en muchos de los puertos aguas abajo, Gumersindo atracaba con su cariño.

“… los marineros

que besan y se van.

Dejan una promesa.

No vuelven nunca más.

En cada puerto una mujer espera:

los marineros besan y se van”.

Casi como Farewell. Porque Gumersindo no dejaba promesas.

Cuando nació el fruto de su amor por aquel marinero de pueblo, Juliana se sintió tentada en llamarlo Gumersindo, como su padre. Años después habría de felicitarse por la decisión de llamarlo Victorino, al enterarse que otras mujeres que ofrecieron su vientre generoso, tuvieron la misma idea y la concretaron.

Pero entonces, ella lo amaba con tal fuerza que estaba segura que sería suyo. El siguió volviendo fresco y sin aviso como los aguaceros, y no había espacio para nada ni nadie más que para Juliana y Victorino cuando los visitaba. Llegaba con su sonrisa amplia, su prodigiosa manera de edulcorarla y de amarla, como si no existieran otros puertos, otras Julianas, otros retoños.

Aún más tarde, con Victorino correteando por el patio, Juliana sentía aquel galope interior que la inquietaba desde sus 16 años y la dejaba indefensa, sumisa, cautiva en un halo de ternura. Se sentía mínima y vulnerable cuando él la arropaba con sus abrazos de llegada, inmenso, sonriente, con su rostro alargado, su nariz recta y su pelo de hebras de trigo que evocaba a sus ancestros irlandeses.

Se marchaba también de repente, como si una urgencia lo convocara, con el mismo guiño tramposo de jugador de truco y su cariñosa manera de no dejar lugar a los reproches.

Cuando la ruta llegó al pueblo, poco a poco la Paloma del norte dejó de ser el gran negocio. Gumersindo sintió que tenía otros destinos, dejó a sus dos hermanos menores a cargo del timón y se embarcó como tripulante en la Flota Mercante del Estado.

Descendió en otros puertos y según se supo, dejó también un Gumersindo en Montevideo.

Cuando a Victorino le llegó la edad escolar, Juliana sintió que tendrían mejores opciones de vida en Asunción y hacia allá fue, con su madre y su pequeño, a vivir en alquileres, empleándose en varios oficios. Era una forma de estar más cerca de Gumersindo que cuando volvía de sus viajes, se quedaba por la capital y ya no subía hasta aquella orilla del norte, donde la vida seguía sin sobresaltos, negándose al progreso entre sus casas de adobe.

Con los años, aunque nunca dejó de quererlo, Juliana entendió finalmente que Gumersindo no era un hombre para el hogar, que estaba destinado a aquella vida alejada de los compromisos y demasiado afecto a su propia manera de interpretar la libertad.

Cuando decidió no hacerle ya un lugar en su cama, Gumersindo no se lo reprochó. Siguió regresando con su sonrisa embaucadora para ver a su hijo, ponerse al tanto de sus progresos y dejar, como al descuido, algún dinero.

Victorino también aprendió a quererlo de aquel modo, distante, remoto, pero de una manera evocadora. Se sabía su hijo y se sentía querido, pero consciente de que era una figura especial, lejos de los rigores de paternidad que dictaba el oficio de las costumbres.

Juliana siempre fue organizada. El corazón alborotado no le había quebrantado los conceptos del progreso y se fue incorporando a la vida capitalina, batallando, clara, rotunda y fiel a sus decisiones. Siguió viviendo de alquiler, alimentó la formación de su hijo y cuando sintió que podía dejarlo al amparo de su madre, la abuela, tentó mejores opciones de empleo en Buenos Aires.

Con el dinero que ganaba allá, juntó algo y fue mejorando.

De Gumersindo sabía de historias nuevas, pero en esencia siempre las mismas. Otros puertos, tal vez otros retoños.

Cuando llegó la corriente migratoria hacia España, Juliana también la probó. Fue por algunos años, se sacrificó mucho pero ahorró lo suficiente. Entonces, volvió a Asunción. Justo a tiempo para acompañar a su madre, ya delicada, disminuida por avanzadas enfermedades de la vejez.

Metódica y previsora, se construyó una casa donde montó un pequeño negocio que le daba lo suficiente para pagar el estudio universitario de su hijo que ingresó con notas sobresalientes a medicina y para construir un panteón en un cementerio de la periferia. Allá depositó a su madre cuando finalmente se fue, vencida por los años y los achaques.

A Gumersindo no le fue bien en los años siguientes. Su familia cayó en una espiral descendente, malos negocios, cambios políticos, desaciertos varios. El barco que tripulaba en la Flota Mercante del Estado un día paró para siempre y tuvo que procurarse varios oficios. Ninguno de tierra firme le venía bien.

Procuró amigos que conoció en aguas lejanas, intentó negocios de comisionista en transacciones de granos, pero nada. Para peor, sus pulmones le estaban pasando antiguas facturas y ya casi no podía decir una frase entera al menos sin toser dos veces.

Se refugió en el lecho de una de las mujeres que también había bajado desde algún puerto del norte a buscarlo. Pero aquella comprendió después que no tenía todo el tiempo del mundo para interpretar el universo que lo poblaba a Gumersindo, ni suficiente sensibilidad para dejarse amansar por su retórica y su ternura tramposa. Lo dejó, solo y enfermo con su tos de fumador.

Victorino juró como médico una tarde de diciembre y se incorporó al Hospital del Cáncer y muy pronto ganó la consideración de sus superiores.

El destino al fin había de acercarle al padre. Pero tarde. Gumersindo fue internado con un maduro e irreversible cáncer en los pulmones, superó varias crisis de manera casi caprichosa hasta que, finalmente, una tarde mansa se detuvo el río de su vida.

Más con la voz de médico que con la de hijo, avisó a los hermanos de su padre, sus tíos, que empezaron las gestiones para el velatorio y la búsqueda de un sitio para el entierro.

Entonces apareció Juliana.

- Es el padre de mi hijo. Yo tengo un nicho preparado.

A la ceremonia vinieron todos los hermanos de Gumersindo, siete de sus tantos hijos ubicables, algunos con sus respectivas madres. Ninguna lloró porque esa muerte ya no les pertenecía. Juliana tampoco lloró, pero se plantó firme y altiva durante el rezo final en la última cruz, con una pose entre soberbia y victoriosa.

Cuando todos se fueron, se quedó unos minutos ante el panteón, invadida de recuerdos de un pueblo lejano a orillas de un río donde una vez quiso tanto a este hombre que nunca fue de nadie.

Cerró el panteón con dos vueltas de llave y caminó hacia donde lo esperaba Victorino, la prolongación de aquel amor con el que había desgajado todas sus primaveras y que ahora atracaba en el último puerto a donde ella también habrá de venir un día.

Del libro "De la dictadura y otros tiempos".

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